Page 37 - La Odisea alt.
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siente recelo a exponer aquí, apenas recién llegado, atrevidas pretensiones ante
               ti, cuya voz los dos nos complacemos en oír como si fuera la de un dios.

                   »A mí, por mi parte, me envió el caballero gerenio, Néstor, para escoltarle
               como guía. Pues estaba ansioso de verte, por si podías darle alguna palabra o
               gesto de consejo. Muchos dolores, en efecto, tiene en su casa el hijo de un
               padre  ausente,  que  no  posee  otras  personas  que  le  protejan,  como  ahora  le
               sucede  a  Telémaco.  Aquél  está  ausente,  y  no  tiene  consigo  otros  que  en  su

               pueblo le puedan defender de la maldad».

                   En respuesta le contestó el rubio Menelao:

                   «¡Ay, ay! ¡Qué gran amigo mío era el hombre cuyo hijo ha venido a mi
               casa, quien por mí padeció numerosos dolores! Le aseguré, sí, que al regresar
               le  estimaría  por  encima  de  los  demás  argivos,  si  Zeus  de  amplia  voz  nos
               concedía a los dos alcanzar sobre el mar el regreso con nuestras raudas naves.

               Y en Argos le hubiera ofrecido una ciudad y construido un palacio, haciéndole
               venir de Ítaca con sus bienes y su hijo y todas sus gentes, y habría vaciado
               alguna población de las vecinas que me obedecen como su soberano.

                   »Y al establecerse por aquí nos habríamos reunido a menudo. Y nada nos
               habría  distanciado  en  nuestra  amistad  y  mutuo  contento,  hasta  que  nos
               encubriera la negra nube de la muerte. Pero acaso eso suscitó la envidia de

               algún dios, el mismo que a él, desdichado, a él sólo, lo privó del regreso».

                   Así  dijo  y  en  todos  ellos  avivó  un  anhelo  de  llanto.  Lloraba  la  argiva
               Helena, nacida de Zeus; lloraban Telémaco y el Atrida Menelao. Y ni siquiera
               el hijo de Néstor mantenía sus ojos sin lágrimas, porque se había acordado en
               su corazón del irreprochable Antíloco, al que había matado el esclarecido hijo
               de la luminosa Aurora.

                   Rememorándolo profirió estas aladas palabras:


                   «Atrida,  que  sobre  los  humanos  tú  eres  en  extremo  sagaz  decía  muchas
               veces  el  anciano  Néstor,  cuando  te  mencionábamos  en  las  salas  de  nuestro
               palacio y conversábamos uno con otro. Ahora, pues, si así conviene, tal vez
               me hagas caso. Yo, desde luego, no encuentro satisfacción en sollozar a los
               postres de la cena. Que ya vendrá la aurora, surgiendo en la mañana.

                   »Y no voy a reprochar en absoluto que se llore a aquel mortal que murió y
               alcanzó su destino. Ése es, en efecto, el único botín de los tristes humanos:

               cortarse los cabellos y derramar lágrimas por sus mejillas.

                   »También, en efecto, quedó muerto mi hermano, y no era el peor de los
               argivos. Tú lo debes saber, ya que yo ni lo encontré ni lo conocí. Pero dicen
               que a los demás aventajaba Antíloco extraordinariamente, raudo en el correr y
               excelente luchador».
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