Page 36 - La Odisea alt.
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de si vive o si ha muerto. Sin duda que le lloran el anciano Laertes, la prudente
               Penélope, y Telémaco, a quien a poco de nacer dejó en su hogar».

                   De  este  modo  habló.  A  Telémaco  le  avivó  el  anhelo  de  sollozar  por  su
               padre. De sus ojos a tierra cayeron sus lágrimas al oír de su padre, mientras
               que él levantaba con ambas manos el manto purpúreo ante sus ojos.

                   Menelao lo advirtió y quedóse perplejo en su mente y su ánimo, dudando

               si dejarle que él evocara a su padre o si empezar a preguntarle y enterarse de
               todo.

                   Y  mientras  esto  cavilaba  en  su  mente  y  su  corazón,  de  su  perfumada
               cámara de elevado techo vino Helena, semejante a Ártemis, la de la rueca de
               oro. Para ella enseguida preparó una silla muy repujada Adrasta, y Alcipe le
               trajo una alfombra de fina lana, y Filo le aprestó un canastillo de plata que le
               regalara  Alcandra,  la  esposa  de  Pólibo,  que  habitaba  en  Tebas  de  Egipto,

               donde  en  los  palacios  atesoran  muchísimas  riquezas.  Éste  le  había  dado  a
               Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y treinta talentos de oro. Y por su
               lado su mujer ofreció a Helena espléndidos regalos. Le obsequió una rueca de
               oro, un canastillo redondo de plata, con los bordes recamados de oro. Éste fue
               el que puso a su lado su criada Filo, que lo trajo colmado de hilo ya devanado,
               y enseguida instaló a su vera la rueca que tenía una lana de color violeta.


                   Helena se sentó en su sillón, y bajo sus pies tenía un escabel. Al momento
               le preguntaba por todo a su esposo con estas palabras:

                   «¿Sabemos  ya,  Menelao  de  divina  alcurnia,  quiénes  entre  los  hombres
               proclaman ser estos que han llegado a nuestra casa? ¿Me equivocaré o hablaré
               con acierto? Mi ánimo me impulsa a ello. Pues afirmo que nunca he visto a
               nadie tan parecido, hombre o mujer (el asombro me domina al mirarle), como
               éste se asemeja al hijo del magnánimo Odiseo, a Telémaco, que él, su famoso

               padre, dejó en su casa a poco de haber nacido, cuando por mí, ¡cara de perra!,
               marchasteis los aqueos hacia Troya, promoviendo una guerra feroz».

                   Respondiéndola le dijo el rubio Menelao:

                   «Así lo confirmo yo ahora, mujer, tal como tú lo sospechas. Porque iguales
               eran  sus  pies  y  sus  manos,  y  las  miradas  de  sus  ojos,  y  su  cabeza  y,  por
               encima,  sus  cabellos.  Por  cierto  que,  hace  un  instante,  relataba  yo,
               acordándome  de  Odiseo,  cuánto  sufrió  él  esforzándose  en  mi  favor,  cuando

               éste  comenzó  a  verter  amargo  llanto  por  debajo  de  sus  cejas,  a  la  vez  que
               alzaba el purpúreo manto ante sus ojos».

                   Contestóle, a su vez, en réplica el Nestórida Pisístrato:

                   «Atrida Menelao de divina alcurnia, caudillo de pueblos, éste es, en efecto,
               el hijo de aquél, tal como decías. Pero es un hombre discreto, y en su ánimo
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