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de si vive o si ha muerto. Sin duda que le lloran el anciano Laertes, la prudente
Penélope, y Telémaco, a quien a poco de nacer dejó en su hogar».
De este modo habló. A Telémaco le avivó el anhelo de sollozar por su
padre. De sus ojos a tierra cayeron sus lágrimas al oír de su padre, mientras
que él levantaba con ambas manos el manto purpúreo ante sus ojos.
Menelao lo advirtió y quedóse perplejo en su mente y su ánimo, dudando
si dejarle que él evocara a su padre o si empezar a preguntarle y enterarse de
todo.
Y mientras esto cavilaba en su mente y su corazón, de su perfumada
cámara de elevado techo vino Helena, semejante a Ártemis, la de la rueca de
oro. Para ella enseguida preparó una silla muy repujada Adrasta, y Alcipe le
trajo una alfombra de fina lana, y Filo le aprestó un canastillo de plata que le
regalara Alcandra, la esposa de Pólibo, que habitaba en Tebas de Egipto,
donde en los palacios atesoran muchísimas riquezas. Éste le había dado a
Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y treinta talentos de oro. Y por su
lado su mujer ofreció a Helena espléndidos regalos. Le obsequió una rueca de
oro, un canastillo redondo de plata, con los bordes recamados de oro. Éste fue
el que puso a su lado su criada Filo, que lo trajo colmado de hilo ya devanado,
y enseguida instaló a su vera la rueca que tenía una lana de color violeta.
Helena se sentó en su sillón, y bajo sus pies tenía un escabel. Al momento
le preguntaba por todo a su esposo con estas palabras:
«¿Sabemos ya, Menelao de divina alcurnia, quiénes entre los hombres
proclaman ser estos que han llegado a nuestra casa? ¿Me equivocaré o hablaré
con acierto? Mi ánimo me impulsa a ello. Pues afirmo que nunca he visto a
nadie tan parecido, hombre o mujer (el asombro me domina al mirarle), como
éste se asemeja al hijo del magnánimo Odiseo, a Telémaco, que él, su famoso
padre, dejó en su casa a poco de haber nacido, cuando por mí, ¡cara de perra!,
marchasteis los aqueos hacia Troya, promoviendo una guerra feroz».
Respondiéndola le dijo el rubio Menelao:
«Así lo confirmo yo ahora, mujer, tal como tú lo sospechas. Porque iguales
eran sus pies y sus manos, y las miradas de sus ojos, y su cabeza y, por
encima, sus cabellos. Por cierto que, hace un instante, relataba yo,
acordándome de Odiseo, cuánto sufrió él esforzándose en mi favor, cuando
éste comenzó a verter amargo llanto por debajo de sus cejas, a la vez que
alzaba el purpúreo manto ante sus ojos».
Contestóle, a su vez, en réplica el Nestórida Pisístrato:
«Atrida Menelao de divina alcurnia, caudillo de pueblos, éste es, en efecto,
el hijo de aquél, tal como decías. Pero es un hombre discreto, y en su ánimo