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otro en sillas y sillones. En honor de los visitantes el anciano mezcló una
crátera de vino de dulce sabor, en su undécimo año, que abrió la despensera y
le quitó el precinto. Con aquél hizo el anciano la mezcla en la vasija y con
fervor rogó a Atenea, haciendo las libaciones en honor de la hija de Zeus, el
portador de la égida.
Luego, una vez que hubieron libado y bebido cuanto su ánimo apetecía,
salieron los otros para irse a descansar cada uno en su casa, y el jinete de
Gerenia hizo acostarse allí a Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo, en
un lecho bien torneado junto al rumoroso pórtico, junto a Pisístrato, buen
lancero, capitán de guerreros, aquel de sus hijos que se mantenía soltero en el
hogar.
Él, por su lado, dormía en el interior de la elevada mansión y su señora
esposa le había dispuesto el lecho y hecho la cama.
Apenas se mostró, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, se levantó
de la cama el caballero de Gerenia, Néstor, y salió y se sentó en los bancos de
piedra pulida, blancos, brillantes de óleo, que estaban delante de las altas
puertas. En ellos acostumbraba a sentarse Neleo, consejero comparable a los
dioses. Pero éste ya había partido hacia el Hades, vencido por la Parca, y en su
lugar se sentaba entonces Néstor, el de Gerenia, baluarte de los aqueos, que
heredara su cetro.
A su alrededor se reunieron en grupo sus hijos, llegando de sus
habitaciones: Equefrón, Estratio, Areto, Perseo y el divino Trasimedes. En pos
de éstos llegó luego el sexto, el héroe Pisístrato. Y a su lado le hicieron sentar
a Telémaco, semejante a los dioses, al que condujeron allí. Les comenzó a
hablar Néstor, el caballero de Gerenia:
«Con presteza, hijos, cumplidme mi voto, de forma que antes que nada
complazca entre los dioses a Atenea, quien de modo patente se presentó en el
banquete festivo en honor del dios. Así que, vamos, que uno vaya al llano a
por una vaca, a fin de regresar lo antes posible y que un boyero la traiga acá. Y
que otro, yendo hasta la nave negra del magnánimo Telémaco, se traiga a
todos sus camaradas y deje a dos tan sólo. Y otro, por otra parte, dé orden de
que se presente acá el que derrama el oro, Laerces, para que recubra las dos
astas de la vaca. Los demás aguardad aquí todos reunidos, y mandad a los
sirvientes de dentro que en nuestro ilustre palacio preparen el banquete y
saquen acá asientos, leños, y agua clara».
Así habló, y al punto todos se aprestaron a ello. Vino la novilla del campo,
vinieron de la equilibrada nave los compañeros del magnánimo Telémaco,
vino el broncista que en sus brazos llevaba los instrumentos de bronce, los
útiles de su oficio: el yunque, el martillo y las bien labradas tenazas, con los
cuales trabajaba el oro. Vino también Atenea para presenciar el sacrificio.