Page 26 - La Odisea alt.
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Transportamos a bordo el botín y a las mujeres de fina cintura. Otra mitad de

               las  tropas  se  quedaba  aguardando  allá,  a  las  órdenes  del  Atrida  Agamenón,
               pastor  de  pueblos.  La  mitad  nos  embarcamos  y  partíamos.  Las  naves
               navegaban  a  todo  avante  y  un  dios  había  allanado  la  mar  de  los  grandes
               monstruos. Al llegar a Ténedos ofrecimos sacrificios a los dioses, ansiosos de
               volver a la patria. Pero Zeus aún no nos había decidido el regreso, tan riguroso

               que de nuevo, por segunda vez, suscitó una perniciosa rencilla.

                   »Los  otros,  volviéndose,  fletaron  sus  naves  de  combos  costados  bajo  el
               mando de Odiseo, el prudente soberano, de sinuoso ingenio, para dar otra vez
               satisfacción al Atrida Agamenón. Yo, sin embargo, con el grupo de naves que
               me seguía, me alejé, porque había advertido que un dios preparaba desdichas.
               Y  se  alejaba  el  belicoso  hijo  de  Tideo,  y  dio  impulsos  a  sus  compañeros.

               Luego  se  nos  agregó  el  rubio  Menelao,  nos  alcanzó  en  Lesbos  cuando  nos
               disponíamos a una larga navegación. O bien navegaríamos por encima de la
               escarpada Quíos, junto a la isla de Psiria, teniéndola a la diestra, o bien por
               debajo de Quíos, a lo largo del ventoso Mimante.

                   »Le  suplicábamos  al  dios  que  mostrara  un  prodigio.  Entonces  él  nos  lo
               manifestó y nos indicaba que cruzáramos por el medio del mar hasta Eubea, a
               fin de que por el camino más rápido huyéramos de la catástrofe. Comenzó a

               soplar un viento ligero. Las naves, muy presurosas, surcaban el mar poblado
               de peces, y de noche arribaron a Geresto. A Poseidón le ofrecimos numerosos
               muslos de toros, por haber recorrido la vasta superficie marina.

                   »Fue  en  el  cuarto  día  ya  cuando  en  Argos  los  compañeros  del  Tideida
               Diomedes,  domador  de  caballos,  fondearon  sus  equilibradas  naves.  Por  mi
               parte yo mantenía mi rumbo hacia Pilos, sin que cesara el favorable viento que

               desde un comienzo envió a soplar un dios. Así llegué, sin más noticias, y nada
               sé de aquéllos, quiénes se salvaron y quiénes han muerto de los aqueos.

                   »De  todas  las  cosas  de  que  me  he  informado  aposentado  en  mi  palacio,
               como es justo, te enterarás y no voy a ocultarte nada. Cuentan que volvieron
               bien los mirmidones intrépidos con sus lanzas, a los que conducía el ilustre
               hijo de Aquiles, y bien llegó Filoctetes, el claro hijo de Peante. E Idomeneo
               recondujo a Creta a todos sus compañeros, cuantos escaparon de la guerra, y el

               mar no le privó de ninguno. Del Atrida también vosotros habéis oído, aunque
               vivís  alejados,  cómo  regresó  y  cómo  Egisto  le  había  preparado  una  cruel
               muerte. Pero, desde luego, ése lo pagó de un modo miserable. ¡Cuán bueno es
               que un hombre dejé, al morir, un hijo, ya que así éste se vengó del asesino de
               su  padre,  de  Egisto,  de  mente  traidora,  que  diera  muerte  a  su  glorioso
               progenitor!  ¡También  tú,  amigo,  puesto  que  te  veo  hermoso  y  crecido,  sé
               valiente, para que cualquiera incluso de los venideros hable bien de ti!».


                   Le contestó entonces el juicioso Telémaco:
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