Page 22 - La Odisea alt.
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proa de la nave. A su lado sentóse Telémaco. Los demás soltaron las amarras,
               subieron  también  a  bordo  y  se  sentaron  a  los  remos.  Les  envió  un  viento
               favorable Atenea de ojos glaucos, un céfiro continuado, que resonaba sobre el
               vinoso mar.

                   Telémaco,  animando  a  sus  compañeros,  les  ordenó  echar  mano  a  las
               jarcias, y ellos atendieron a sus órdenes. Alzaron el mástil de abeto y lo fijaron
               erguido  en  el  agujero  del  centro  de  cubierta,  lo  sujetaron  con  las  drizas,  y

               tensaron la blanca vela con correas bovinas bien retorcidas. El viento combó el
               centro  de  la  vela,  y  a  uno  y  otro  costado  de  la  nave  rugía  con  fuerza  el
               purpúreo  oleaje.  Corría  trazando  su  camino  siempre  avante,  a  través  de  las
               olas.

                   Cuando hubieron ajustado el aparejo en la negra nave, levantaron las copas
               colmadas de vino e hicieron las libaciones a los dioses nacidos para siempre, y
               de modo especial a la hija de Zeus, la de los ojos glaucos.


                   Toda la noche y el alba la nave surcaba su ruta.




                                                     CANTO III


                   Levantóse el sol abandonando el bellísimo mar por el broncíneo cielo para
               alumbrar a los inmortales y a los mortales perecederos en la tierra que les da

               sustento. Y ellos llegaron a Pilos, la bien fundada ciudad de Néstor.

                   Su gente estaba en la orilla del mar sacrificando toros negros por completo,
               en  honor  del  Sacudidor  de  la  tierra,  de  oscura  melena.  Allí  había  nueve
               bancos, y en cada uno se sentaban quinientos y se presentaban por cada grupo
               nueve  toros.  Mientras  probaban  las  vísceras  y  quemaban  para  el  dios  los
               muslos de las víctimas, arribaron ellos al puerto, recogieron y replegaron las
               velas de la equilibrada nave, la fondearon y bajaron.

                   Telémaco, pues, descendió de su barco y lo guiaba Atenea. Fue la primera

               en hablar la diosa de ojos glaucos:

                   «Telémaco, no debe ya retenerte la vergüenza, que no eres un adolescente.
               A tal fin, en efecto, has pasado la mar ahora, para indagar acerca de tu padre,
               dónde la tierra lo oculta y qué destino ha encontrado. Conque, va, vete derecho
               a Néstor, domador de caballos. Sepamos qué planes alberga en el fondo de su
               pecho.  Ve  a  suplicarle  tú  mismo,  para  que  te  diga  la  verdad.  No  dirá  nada

               falso, pues es muy juicioso».

                   A ella, a su vez, le contestó el sagaz Telémaco:

                   «Méntor,  ¿cómo  iré?  ¿Cómo  voy  a  saludarle?  Todavía  no  poseo
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