Page 237 - La Odisea alt.
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cantos.  Bien  puedo  cantar  ante  ti  como  ante  un  dios.  Así  que  no  quieras
               degollarme. También Telémaco, tu querido hijo, puede decírtelo: yo no acudía
               por  mi  propia  voluntad  ni  ansioso  de  cantar  para  los  pretendientes  en  sus
               festines, sino que, por ser ellos más fuertes y poderosos, me traían a la fuerza».

                   Así habló, y le escuchó el sagrado talante de Telémaco, y dijo, dirigiéndose
               a su padre, que tenía a su lado:


                   «Detente, no golpees con el bronce a este inocente. Salvemos también al
               heraldo Medonte, que de continuo se preocupaba por mí en palacio, cuando yo
               era niño, si es que no lo han matado Filetio o el porquerizo, o no se ha topado
               contigo cuando ibas furioso por la casa».

                   Así dijo, y le oyó Medonte de sensato carácter, que estaba agachado bajo
               un asiento, intentando evitar la negra muerte. Se había tapado con la piel de
               una vaca recién desollada. Enseguida salió de debajo de la silla, se despojó de

               la piel bovina y, precipitándose rápido hacia Telémaco, se abrazó a sus rodillas
               y, suplicándole, dijo estas palabras aladas:

                   «¡Querido, yo soy ése, detente! Dile a tu padre que no me aniquile con el
               agudo bronce, en su fogoso arranque, enfurecido contra los pretendientes, que
               le devoraban las riquezas de su palacio y no te respetaban siquiera a ti, los
               insensatos».

                   Sonriendo le contestó el muy astuto Odiseo:


                   «No temas, ya que éste te ha protegido y salvado, para que reconozcas en
               tu  ánimo  y  lo  proclames  luego  ante  cualquiera  que  el  hacer  bien  es  mucho
               mejor que el obrar mal. Pero salid de la sala e id a sentaros fuera, lejos de esta
               matanza, en el patio, tú y el famoso aedo, hasta que yo haya concluido en mi
               casa la labor que debo».

                   Así dijo, y ellos dos, apresurados, salieron del salón, y fueron a sentarse

               ambos  al  pie  del  altar  del  gran  Zeus,  lanzando  miradas  a  todos  lados,
               recelando largo tiempo la muerte.

                   Escudriñó  Odiseo  la  sala  por  si  aún  se  escondía  alguno  con  vida,
               intentando escapar de la negra muerte. Pero los contempló a todos tumbados
               en la sangre y el polvo, muchos, tantos como peces, esos que los pescadores
               en la cóncava ribera a la orilla del mar espumoso sacaron en la red de muchos
               agujeros, y todos quedan tendidos en las arenas anhelando las olas del mar,

               mientras  el  sol  ardiente  les  arrebata  la  vida.  Así  entonces  los  pretendientes
               yacían amontonados unos sobre otros.

                   Entonces dijo a Telémaco el muy astuto Odiseo:

                   «Telémaco, venga, llámame a la nodriza Euriclea, para que le diga unas
               palabras que tengo en mi ánimo».
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