Page 232 - La Odisea alt.
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se pusieron las hermosas armas. Se colocaron a los lados del audaz Odiseo de

               mente artera.

                   Éste,  por  su  parte,  mientras  tenía  flechas  para  defenderse,  disparaba
               apuntando  a  uno  tras  otro  de  los  pretendientes  en  la  casa.  Ellos  caían
               amontonados.  Pero  cuando  ya  le  faltaron  al  soberano  las  flechas  para  los
               disparos,  apoyó  el  arco  en  el  pilar  de  la  sala  bien  construida  de  modo  que
               quedara  erguido  sobre  el  muro  reluciente,  se  ajustó  desde  los  hombros  el

               escudo de cuatro capas, y se caló en su bravía cabeza el yelmo bien forjado,
               que agitaba en lo alto su penacho terrible de crines de caballo. Y empuñó las
               dos lanzas culminadas en bronce.

                   Había en el sólido muro un portillo alto, cerca del umbral de la espaciosa
               sala. Era un pasaje hacia el corredor, con sus batientes bien ajustadas. Odiseo
               le había ordenado al divino porquerizo que lo guardara, apostándose junto a él.
               Resultaba  ser  la  única  salida.  Y  entre  los  otros  tomó  la  palabra  Agelao

               dirigiéndose a todos:

                   «¡Eh, amigos! ¿No podría alguno subirse a ese portillo y comunicarse con
               el pueblo, y difundir enseguida voces de alarma? ¡Entonces ese hombre habría
               disparado su último dardo!».

                   A él le contestó, a su vez, Melantio, el pastor de cabras:

                   «No  es  posible  de  ningún  modo,  Agelao  de  divina  estirpe.  Pues  está

               demasiado  cerca  de  la  hermosa  puerta  del  patio  y  es  estrecha  la  boca  del
               pasaje,  de  modo  que  podría  defenderlo  contra  todos  un  solo  hombre,  si  es
               valiente. Pero, vamos, os traeré armas para que quedéis bien armados, desde la
               habitación donde, creo, allá y no en otra parte, las han guardado Odiseo y su
               ilustre hijo».

                   Después de hablar así Melantio, el pastor de cabras, empezó a subir por el
               pasadizo del salón hacia el aposento de Odiseo. De allí tomó doce escudos y

               otras tantas lanzas, e igual número de yelmos broncíneos de crines equinas. Se
               movió rápido y muy pronto las aportó y distribuyó entre los pretendientes.

                   Entonces le flaquearon las rodillas y el corazón a Odiseo, en cuanto les vio
               ajustarse las armas y blandir en las manos las largas lanzas. La contienda se le
               mostraba terrible. Enseguida se dirigió a Telémaco con palabras aladas:

                   «Telémaco, al parecer en palacio alguna de las mujeres nos prepara una

               funesta pelea o acaso sea Melantio».

                   Le respondió pronto el juicioso Telémaco:

                   «Padre de ese error soy culpable yo mismo, y ningún otro más, ya que me
               dejé sin cerrar la puerta muy resistente de la estancia. El espía de ellos fue más
               listo. Pero, ea, divino Eumeo, ve y cierra la puerta del aposento, y observa si
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