Page 236 - La Odisea alt.
P. 236
restantes, y empezaron a correr por la sala como vacas de un rebaño a las que
acosa un turbulento tábano y las ahuyenta en la época del verano, cuando los
días se hacen más largos. Como cuando los buitres de corvas garras y
ganchudo pico venidos de los montes se precipitan sobre los pájaros, y éstos
aterrorizados vuelan en desbandada desde las nubes sobre el llano, y ellos los
acosan y los matan, y no hallan refugio alguno ni huida, y los hombres se
divierten viendo la cacería, así ellos persiguiendo a los pretendientes por la
sala golpeaban a diestra y siniestra. Se levantaba una horrenda quejumbre de
los cráneos machacados, y todo el suelo humeaba de sangre.
Liodes se precipitó ante Odiseo y le asió de las rodillas y, en súplica, le
decía estas palabras aladas:
«Te suplico, Odiseo. Tú respétame y apiádate de mí, porque te aseguro que
nunca dije ni hice nada violento a ninguna mujer en tu palacio. Incluso trataba
de disuadir a los demás pretendientes de hacerlo, a cualquiera. Pero no me
hacían caso en mantener sus manos inocentes. Por eso, sí, por sus excesos
sufrieron su infame destino. Pero yo, un augur, sin haber hecho nada ¿caeré
tendido entre ellos? ¿Es que no va a haber agradecimiento por las buenas
acciones?».
Mirándole torvamente le respondió el muy astuto Odiseo:
«Ya que te jactas de ser adivino al servicio de éstos, seguro que muchas
veces habrás suplicado en la sala que yo perdiera lejos la meta de mi dulce
retorno, y que te siguiera mi querida esposa y te diera hijos. Por eso no vas a
poder escapar a tu triste muerte».
Al tiempo que así hablaba recogió con su robusta mano la espada yacente
que Agelao dejara caer a tierra al caer muerto. Con ella le atravesó el cuello.
Gritaba el otro todavía cuando su cabeza rodó por el polvo.
También trataba de huir de la muerte Femio Tespíada, el aedo que cantaba
para los pretendientes, forzado. Se detuvo, con la sonora cítara en las manos,
allí cerca, junto al portillo. Vacilaba en su mente una duda: si deslizarse fuera
de la sala hasta el altar construido en honor del gran Zeus del hogar, para
sentarse allí donde tantos muslos de bueyes habían quemado Laertes y Odiseo,
o si llegándose hasta Odiseo suplicarle de rodillas. En su reflexión le pareció
más provechoso hacerlo así, abrazarse a las rodillas del Laertíada Odiseo.
Conque dejó en el suelo su cóncava lira, entre la crátera y una silla ornada con
clavos de plata, y él avanzó hacia Odiseo y le cogió de las rodillas, y,
suplicándole, le decía estas palabras aladas:
«Te suplico, Odiseo. Tú respétame y compadécete de mí. Estarás luego
apenado, si matas a un aedo, a mí, que canto para los dioses y los hombres.
Soy mi propio maestro, y un dios me inspiró en mi mente toda suerte de