Page 238 - La Odisea alt.
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Así dijo, y Telémaco obedecía a su padre querido:

                   «¡Ven aquí, ya, vieja anciana, tú que eres la guardiana de las mujeres de
               servicio en nuestra morada, acude! Te llama mi padre, para decirte algo».

                   Así gritó, y para ella no fue una palabra alada. Abrió las puertas de la sala
               bien poblada y se puso en camino. Telémaco iba delante y la guiaba. Encontró
               de  pronto  a  Odiseo  en  medio  de  los  cadáveres  de  la  matanza,  cubierto  de

               sangre y barro, como un león que acaba de devorar a un buey montaraz, que
               todo el pecho y ambas fauces lleva teñidos de sangre y es espantoso al verlo
               de  frente.  Así  Odiseo  llevaba  ensangrentados  pies  y  manos.  De  modo  que,
               cuando vio los muertos y aquel mar de sangre se disponía a dar alaridos, por la
               gran hazaña que contemplaba. Pero Odiseo la contuvo y refrenó, a pesar de
               sus ansias, y, hablándole, le dijo estas palabras aladas:

                   «Alégrate,  vieja,  en  tu  ánimo;  pero  modérate  y  no  hagas  alardes.  No  es

               piadoso  dar  gritos  de  triunfo  sobre  los  muertos  recientes.  A  éstos  los
               destruyeron  el  destino  de  los  dioses  y  sus  hechos  criminales.  No  tenían,  en
               efecto, respeto por las personas de esta tierra, ni por villanos ni por nobles, con
               los que ellos se topaban. Por eso, por sus afrentas, sufrieron esa suerte infame.
               Así que, a tu vez, cuéntame de las mujeres de la casa quiénes me deshonran y
               quiénes  me  son  leales».  Le  respondió  al  punto  la  querida  nodriza  Euriclea:
               «En efecto, hijo, yo te diré la verdad. Hay cincuenta mujeres a tu servicio en el

               palacio, a las que hemos adiestrado para realizar sus tareas, a cardar la lana y a
               soportar  la  esclavitud.  De  ellas,  doce  se  desenfrenaron  sin  vergüenza,  sin
               respetarnos ni a mí ni a la misma Penélope. Telémaco había crecido poco antes
               y su madre no le permitía dar órdenes a las mujeres del servicio. Pero, ea, voy
               a subir a sus relucientes habitaciones y contárselo todo a tu esposa, a la que la

               divinidad le ha deparado el sueño».

                   Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:

                   «No  la  despiertes  todavía.  Diles  tú  que  vengan  aquí  a  esas  mujeres  que
               antes tramaron sus maldades».

                   Así dijo, y la anciana echó a andar apresurada por las salas para informar a
               las  siervas  y  mandarlas  que  se  presentaran.  Entre  tanto,  él  llamó  ante  sí  a
               Telémaco, al vaquero y al porquerizo, y les decía estas palabras aladas:

                   «Comenzad ya a trasladar los cadáveres, y dad órdenes a las mujeres de

               que, por su parte, limpien pronto los asientos y las bellas mesas con agua y
               con porosas esponjas. Más tarde, cuando ya hayáis puesto en orden toda la
               casa, sacad a las esclavas de la confortable sala, y entre la rotonda y el recinto
               de buenos muros del patio, golpeadlas con vuestras espadas de anchas hojas,
               hasta que exhalen todas sus almas y se olviden del todo de Afrodita, esa que
               gozaban al arrejuntarse con los pretendientes en sus furtivos amoríos».
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