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«Aya querida, difícil es que tú indagues a fondo los designios de los dioses
sempiternos, por muy sabia que seas. Pero, con todo, vayamos junto a mi hijo,
para que yo vea a los pretendientes muertos y a quien los ha matado».
Después de decir esto, descendió del piso de arriba. Vacilaba en el fondo
de su corazón si dirigirse de palabra desde lejos a su querido esposo o si,
llegando hasta él, le besaría abrazándole la cabeza y las manos. Luego entró en
la sala y franqueó el pétreo umbral, y se sentó frente a Odiseo, al resplandor de
la lumbre, en el muro frontero. Él se hallaba sentado al pie de la alta columna
con la mirada baja, esperando a ver si le decía algo su valiente esposa cuando
lo contemplara ante sus ojos. Pero ella permaneció en silencio; el estupor
dominaba su corazón. A veces, al contemplarlo fijamente, lo reconocía en su
mirada, y otras lo desconocía a causa de las ropas que llevaba.
Telémaco tomó la palabra, la regañó y dijo:
«Madre mía, madre mala, de empedernido corazón, ¿por qué te apartas de
padre, y no te sientas a su lado ni le diriges tus palabras ni le preguntas?
»Ninguna otra mujer se mantendría con ánimo tan insensible lejos de su
marido, que, tras sufrir numerosos pesares, regresa a los veinte años a su
querida tierra patria. ¡Tu corazón es siempre más duro que una piedra!».
Le contestó enseguida la muy prudente Penélope:
«Hijo mío, mi ánimo está atónito en mi pecho, y no soy capaz de
pronunciar ninguna palabra ni preguntar ni mirarle de frente a la cara. Pero si
de verdad es Odiseo y está de regreso en casa, sin duda nosotros nos
reconoceremos mutuamente y del mejor modo. Tenemos, pues, unas señas
secretas que nosotros dos sabemos y nadie más».
Así habló. Sonrió el muy sufrido divino Odiseo, y al momento le decía a
Telémaco sus palabras aladas:
«Telémaco, deja ya a tu madre que me ponga a prueba en estas salas.
Pronto me reconocerá también y de modo más claro. Porque ahora estoy sucio
y con ropas andrajosas sobre mi cuerpo, por eso me desprecia y aún no
reconoce quién soy.
»Pero nosotros cuidemos ahora de cómo esto concluya lo mejor posible.
Porque incluso cuando uno cualquiera mata a un individuo en su país, a
alguien que no deja atrás muchos deudos para vengarle, se exilia abandonando
sus parientes y su tierra patria. Nosotros hemos matado a lo más granado de la
ciudad, a los más nobles con mucho de Ítaca. Te invito a que medites el
asunto».
Le contestaba, a su vez, el juicioso Telémaco:
«Cuida tú mismo de esto, querido padre. Ya que afirman que tu