Page 242 - La Odisea alt.
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«Aya querida, difícil es que tú indagues a fondo los designios de los dioses
               sempiternos, por muy sabia que seas. Pero, con todo, vayamos junto a mi hijo,
               para que yo vea a los pretendientes muertos y a quien los ha matado».

                   Después de decir esto, descendió del piso de arriba. Vacilaba en el fondo
               de  su  corazón  si  dirigirse  de  palabra  desde  lejos  a  su  querido  esposo  o  si,
               llegando hasta él, le besaría abrazándole la cabeza y las manos. Luego entró en
               la sala y franqueó el pétreo umbral, y se sentó frente a Odiseo, al resplandor de

               la lumbre, en el muro frontero. Él se hallaba sentado al pie de la alta columna
               con la mirada baja, esperando a ver si le decía algo su valiente esposa cuando
               lo  contemplara  ante  sus  ojos.  Pero  ella  permaneció  en  silencio;  el  estupor
               dominaba su corazón. A veces, al contemplarlo fijamente, lo reconocía en su
               mirada, y otras lo desconocía a causa de las ropas que llevaba.

                   Telémaco tomó la palabra, la regañó y dijo:


                   «Madre mía, madre mala, de empedernido corazón, ¿por qué te apartas de
               padre, y no te sientas a su lado ni le diriges tus palabras ni le preguntas?

                   »Ninguna otra mujer se mantendría con ánimo tan insensible lejos de su
               marido,  que,  tras  sufrir  numerosos  pesares,  regresa  a  los  veinte  años  a  su
               querida tierra patria. ¡Tu corazón es siempre más duro que una piedra!».

                   Le contestó enseguida la muy prudente Penélope:

                   «Hijo  mío,  mi  ánimo  está  atónito  en  mi  pecho,  y  no  soy  capaz  de

               pronunciar ninguna palabra ni preguntar ni mirarle de frente a la cara. Pero si
               de  verdad  es  Odiseo  y  está  de  regreso  en  casa,  sin  duda  nosotros  nos
               reconoceremos  mutuamente  y  del  mejor  modo.  Tenemos,  pues,  unas  señas
               secretas que nosotros dos sabemos y nadie más».

                   Así habló. Sonrió el muy sufrido divino Odiseo, y al momento le decía a
               Telémaco sus palabras aladas:

                   «Telémaco,  deja  ya  a  tu  madre  que  me  ponga  a  prueba  en  estas  salas.

               Pronto me reconocerá también y de modo más claro. Porque ahora estoy sucio
               y  con  ropas  andrajosas  sobre  mi  cuerpo,  por  eso  me  desprecia  y  aún  no
               reconoce quién soy.

                   »Pero nosotros cuidemos ahora de cómo esto concluya lo mejor posible.
               Porque  incluso  cuando  uno  cualquiera  mata  a  un  individuo  en  su  país,  a
               alguien que no deja atrás muchos deudos para vengarle, se exilia abandonando
               sus parientes y su tierra patria. Nosotros hemos matado a lo más granado de la

               ciudad,  a  los  más  nobles  con  mucho  de  Ítaca.  Te  invito  a  que  medites  el
               asunto».

                   Le contestaba, a su vez, el juicioso Telémaco:

                   «Cuida  tú  mismo  de  esto,  querido  padre.  Ya  que  afirman  que  tu
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