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porque no es conveniente ni razonable».
A su vez a ella le replicaba Eurímaco, hijo de Pólibo:
«Hija de Icario, muy prudente Penélope, no creemos que éste te lleve y
tampoco parece normal, sino que sentimos vergüenza del chismorreo de
hombres y mujeres, de que alguien en alguna ocasión, uno muy ruin de los
aqueos, diga: “¡Que hombres tan viles pretenden a la esposa de un hombre
intachable, que ni siquiera tensaron su arco bien pulido, mientras que otro, un
mendigo vagabundo recién llegado, armó fácilmente el arco y lo disparó a
través de los hierros!”. Así dirán y eso será una vergüenza para nosotros».
De nuevo le contestó la muy prudente Penélope:
«Eurímaco, no es posible que mantengan buena fama de ningún modo en
el pueblo quienes deshonran y devoran la casa de un hombre muy noble. ¿Por
qué tomáis eso como afrenta? Ese extranjero es muy alto y muy robusto y, con
respecto a su linaje, aseguro que es de noble padre. Así que, venga, dadle el
arco bien pulido para que lo veamos. Ya que os voy a predecir lo que podría
cumplirse. Si lo tensa, y le concede su ruego Apolo, lo vestiré con hermosas
ropas, un manto y una túnica, y le daré un agudo venablo, arma de defensa
contra perros y hombres, y una espada de doble filo. Y le ofreceré sandalias
para sus pies y le dispondré el viaje a donde su corazón y su ánimo lo
impulsen».
Pero a ella, a su vez, le contestaba el juicioso Telémaco:
«Madre mía, respecto al arco ninguno de los aqueos tiene más autoridad
que yo para darlo o negárselo a quien quiera, ni entre cuantos poseen sus
dominios en la rocosa Ítaca, ni de cuantos los tienen en las islas frente a la
Elide criadora de corceles. Ninguno de éstos me forzará contra mi voluntad,
incluso si yo quisiera ofrecerle este arco al extranjero para que se lo lleve. Así
que retírate al interior de la casa y ocúpate de tus tareas del telar y la rueca, y
ordena a tus sirvientas que se apliquen a sus labores. Del arco se cuidarán los
hombres todos, y ante todo yo, de quien es el poder en esta casa».
Ella, asombrada, se retiró pronto a pasos raudos de la estancia, y obedeció
en su ánimo el consejo juicioso de su hijo. Tras subir al piso de arriba con las
mujeres a su servicio se echó a llorar por Odiseo, su querido esposo, hasta que
el dulce sueño vertió sobre sus párpados Atenea de ojos glaucos.
Entre tanto el divino porquerizo tomó en sus manos el curvo arco y se lo
llevaba, mientras los pretendientes alborotaban en las salas. Así decía uno
cualquiera de los soberbios pretendientes: «¿Adónde vas con el curvo arco,
alocado porquerizo, perturbado? Pronto te devorarán los rápidos perros lejos
de los humanos, entre esos cerdos que tú crías, si Apolo y los demás dioses
inmortales nos son propicios».