Page 222 - La Odisea alt.
P. 222

tense  el  arco  con  sus  manos,  con  ése  me  iré,  abandonando  esta  casa,
               legítimamente mía, hermosísima, llena de bienes, de la que creo que seguiré
               acordándome incluso en mis sueños».

                   Así habló, y ordenaba a Eumeo, el divino porquerizo, que mostrara a los
               pretendientes  el  arco  y  el  grisáceo  hierro.  Llorando  lo  recogió  Eumeo  y  lo
               expuso. Lloraba, por su parte, también el vaquero, al ver el arco de su rey.
               Antínoo se puso a reñirles, los llamaba y les decía:


                   «¡Necios campesinos, que pensáis sólo en lo del día! ¡Desgraciados! ¿Por
               qué ahora derramáis lágrimas y apenáis el ánimo en el pecho a esta mujer? A
               ella,  que  ya  tiene  dolorido  en  exceso  el  corazón,  por  haber  perdido  a  su
               querido  esposo.  De  modo  que  comed  sentados  en  silencio,  o  salíos  por  la
               puerta a llorar afuera dejando aquí mismo el arco, un reto muy arduo para los
               pretendientes, pues no creo que sea fácil tensar ese arco bien pulido. Ningún
               hombre hay entre todos éstos que sea tal cual fue Odiseo. Yo mismo le vi con

               mis ojos y aún guardo el recuerdo, y eso que entonces era un niño».

                   Así  dijo,  pero  en  su  pecho  albergaba  la  esperanza  de  tensar  la  cuerda  y
               atravesar con la flecha el hierro. Ahora bien, él iba a ser el primero en probar
               la flecha disparada por las manos del intachable Odiseo, a quien deshonraba
               aposentándose en su casa y jaleando a sus compañeros.


                   Ante ellos tomó la palabra el sagrado coraje de Telémaco:

                   «¡Ay, ay, qué insensato me ha vuelto Zeus Crónida! Mi querida madre, que
               es bien sensata, me dice que va a marcharse con otro, abandonando esta casa,
               y  entonces  yo  me  alegro  y  me  río  con  ánimo  insensible.  Pero  que  así  sea,
               pretendientes, puesto que ya se presenta el certamen. Pues no hay otra mujer
               como ella ahora en la tierra aquea, ni en la sagrada Pilos, ni en Argos ni en
               Micenas, ni en la propia Ítaca, ni en el oscuro continente. Y vosotros lo sabéis.

               ¿A qué debo ensalzar a mi madre? Bien, vamos, no os demoréis con excusas,
               ni  remoloneéis  en  torno  al  arco  de  largo  alcance,  para  que  lo  decidamos.
               También yo mismo quiero hacer la prueba del arco, y si logro tensarlo y lanzar
               la flecha a través de los hierros, no habrá de dejar mi señora madre esta casa e
               irse con otro, contra mi voluntad, mientras que yo me quedo atrás. A ver si soy
               capaz de emular los triunfos de mi padre».


                   Dijo,  y  se  desprendió  de  sus  hombros  el  purpúreo  manto,  levantándose
               rápido, y de sus hombros descolgó la afilada espada. En primer lugar dispuso
               enhiestas  las  hachas,  excavando  para  todas  un  surco  único,  y  lo  fijó  recto
               según  un  cordel.  Y  apelmazó  la  tierra  a  ambos  lados.  El  asombro  pasmó  a
               todos cuantos lo vieron, por lo muy decidido que actuó. Anteriormente nunca
               lo habían visto así. Marchó hasta el umbral y allí se detuvo, y manipulaba el
               arco. Tres veces lo blandió ansioso de tensarlo, y por tres veces desistió del

               empeño, aunque aún tenía confianza en su ánimo de que tendería la cuerda y
   217   218   219   220   221   222   223   224   225   226   227