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Así habló Antínoo, y los demás aprobaron su consejo. Los heraldos les
derramaron agua sobre las manos, los mozos colmaron de bebida las cráteras
hasta el borde y sirvieron a todos empezando a llenar las copas. Y ellos
hicieron sus libaciones y bebieron cuanto quiso cada uno. Entre ellos tomó la
palabra, meditando engaños, el muy astuto Odiseo:
«Prestadme atención, pretendientes de la muy ilustre reina, para que os
diga lo que me dicta mi ánimo en mi pecho.
»A Eurímaco, ante todo, y a Antínoo de aspecto divino, les suplico, ya que
él ha dicho este consejo de modo atinado, que ahora dejen el arco y lo confíen
a los dioses. Por la mañana el dios dará fuerza a quien él quiera. Pero, vamos,
prestadme el arco bien pulido, para que después de vosotros ponga a prueba
mis brazos y mi fuerza, a ver si aún me queda vigor como el que antes tenía en
mis flexibles miembros o ya mi vagabundear y la vida azarosa lo han
arruinado».
Así dijo. Todos los otros se indignaron de modo tremendo, temerosos de
que él tensara el arco bien pulido. En réplica, Antínoo tomó la palabra y dijo:
«¡Ah, condenado extranjero, no tienes ni pizca de seso! ¿No te contentas
con que ya comes con nosotros los príncipes a tus anchas y que no careces de
nada en el banquete, e incluso oyes nuestras palabras y charla? Ningún otro
forastero y mendigo asiste a nuestras conversaciones. Te hace delirar el vino
de dulzor de miel, que ya echó a perder a otros, a quien lo trasiega con ansia y
bebe sin tasa. El vino también trastornó al centauro Euritión, el muy famoso,
en el palacio del magnánimo Pirítoo, cuando fue a visitar a los lápitas. Y en
cuanto él embriagó su mente con el vino, acometió sus desmanes en la
mansión de Pirítoo. Pero la indignación sacudió a los héroes y se abalanzaron
contra él, lo arrastraron por el atrio hasta echarlo y le cortaron con el cruel
bronce las orejas y la nariz. Y él se fue con la mente enloquecida arrastrando
su perdición. Desde ese lance se fraguó el odio entre los centauros y los
hombres y aquél, por sí mismo, se buscó la ruina, por emborracharse. Así
también a ti te auguro una gran desgracia, si acaso tensaras el arco. Porque no
vas a conseguir amparo alguno en nuestro país, sino que al momento te
enviaremos en una negra nave hacia el rey Equeto, que aniquila a cualquier ser
humano. De eso nadie te salvará. Conque, tranquilo, tú bebe y no trates de
competir con hombres más jóvenes».
A éste, a su vez, le contestó la muy prudente Penélope:
«Antínoo, no es hermoso ni justo insultar a los huéspedes de Telémaco,
cualquiera que acuda a esta casa. ¿Crees acaso que si el extranjero, confiando
en sus brazos y su fuerza, tensara el gran arco de Odiseo, me llevaría consigo a
su casa y me haría su esposa? Ni siquiera él mismo en su pecho confía en eso.
Que ninguno de vosotros se atormente con ese motivo aquí en el banquete,