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desaparecido, y, con ellas, unos mulos robustos. Éstas le atrajeron luego la
muerte y el destino fatal, cuando se enfrentó al valeroso hijo de Zeus, el héroe
Heracles, realizador de grandes trabajos, que lo mató, aunque era su huésped,
en su propia casa. ¡Ingrato! No sintió temor a la venganza de los dioses ni
respeto a la mesa que le había agasajado. Al punto lo mató allí, y se quedó él
con los caballos de sólidas pezuñas en su palacio. Cuando las estaba buscando
se topó con Odiseo y le dio su arco, el que antes había llevado el gran Éurito,
que, a su vez, se lo dejó a su hijo al morir en su mansión de alto techo. A éste
Odiseo le ofreció una afilada espada y una recia lanza, como principio para
una leal amistad como huéspedes. Pero no se frecuentaron uno a otro en la
mesa, ya que antes el hijo de Zeus dio muerte a Ífito Eurítida, semejante a los
inmortales, el que le había dado el arco. Nunca el divino Odiseo lo llevaba
consigo al marchar a la guerra en las negras naves, sino que se quedaba allí, en
las habitaciones de su palacio, como recuerdo de un querido amigo. Pero lo
usaba en su tierra.
Cuando llegó a la estancia la divina entre las mujeres, transpuso el umbral
de roble que antaño había pulido expertamente el carpintero y enderezado con
su regla, al tiempo que alzaba las jambas y ajustaba las relucientes puertas.
Enseguida desató sin tardar la correa de la argolla, metió la llave y corrió los
cerrojos de la puerta, y empujó de frente. Las batientes mugieron como un toro
que pace en un prado. Así de fuerte mugieron las batientes hermosas al empuje
de la llave y se abrieron en un instante. Subióse luego a la tarima alta donde
reposaban los arcones en los que se guardaban las perfumadas ropas.
Apoyándose en ellos descolgó del clavo el arco enfundado en una espléndida
envoltura. Se sentó allí, se lo colocó en las rodillas y se echó a llorar a voces,
abrazando el arco del rey.
En cuanto se hubo saciado de llorar con muchas lágrimas, se encaminó
hacia la gran sala en pos de los nobles pretendientes transportando en sus
brazos el flexible arco y la aljaba, cargada de flechas. Muchos dardos funestos
cabían en ella. Tras Penélope sus criadas llevaban un arca donde había un
montón de hierro y bronce, para el certamen regio. Cuando la divina entre las
mujeres llegó ante sus pretendientes, se detuvo al pie de la columna del techo
de sólida arquitectura, sosteniendo su traslúcido velo delante de sus mejillas. A
cada lado la escoltaba una criada respetuosa. Y al punto dirigióse a los
pretendientes y les dijo estas palabras:
«¡Prestadme atención, bravos pretendientes, vosotros que frecuentáis esta
casa para comer y beber sin tasa, sin tregua, la casa de un hombre que se
ausentó hace mucho tiempo, y que no habéis aducido para ello ningún otro
pretexto de palabra, sino que estáis ansiosos por casaros conmigo y hacerme
vuestra esposa! Por tanto, atentos, pretendientes, porque aquí está el desafío.
Os voy a presentar el gran arco del divino Odiseo. Aquel que más hábilmente