Page 212 - La Odisea alt.
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CANTO XX


                   A su vez el divino Odiseo se preparaba la cama en el atrio. Extendió una
               piel de buey sin curtir y luego por encima muchos pellejos de corderos, que
               habían  sacrificado  los  aqueos.  Y,  cuando  ya  se  hubo  acostado,  le  cubrió
               Eurínome con un manto. Allí se quedó echado Odiseo planeando en su ánimo,

               insomne,  castigos  a  los  pretendientes.  Desde  la  gran  sala  iban  y  venían  las
               mujeres que solían acostarse con los pretendientes, provocándose unas a otras
               a risas y jarana. A él se le enfurecía el ánimo en el pecho, y muchas veces
               vaciló en su mente y su corazón si abalanzarse sobre ellas y darles muerte una
               a una, o si dejar que se arrejuntaran una vez más, la última y final, con los

               soberbios pretendientes. Su corazón por dentro ladraba. Como la perra que va
               y viene en torno a sus débiles cachorros y ladra a un hombre que no conoce, y
               se  dispone  a  atacarle,  así  ladraba  en  su  interior,  irritado  por  sus  perversas
               acciones. Pero golpeándose el pecho, habló a su corazón con estas palabras:

                   «¡Sopórtalo, corazón! Ya antes soportaste otro ultraje aún más desgarrador,
               aquel  día  en  que  el  cíclope  de  incontenible  furia  se  puso  a  devorar  a  mis

               bravos  compañeros.  Tú  lo  sufriste,  hasta  que  tu  astucia  te  sacó  de  la  cueva
               donde creíste que ibas a morir».

                   Así  dijo,  mientras  refrenaba  en  el  pecho  su  corazón.  Y  su  corazón,
               paciente, lo resistía sufriéndolo tenazmente, mientras él se daba vueltas a un
               lado y a otro. Como cuando un hombre sobre una densa fogata ardiente da
               vueltas a unas tripas, llenas de grasas y sangre, por un lado y por otro, y espera
               a  que  queden  bien  asadas  pronto,  así  él  se  revolvía  por  aquí  y  por  allí

               reflexionando  en  cómo  lanzaría  sus  manos  sobre  los  osados  pretendientes,
               estando él solo contra muchos. A su vera llegó Atenea que bajaba del cielo. En
               su figura semejaba una mujer. Se colocó junto a su cabeza y le dirigió estas
               palabras:

                   «¿Por qué todavía estás despierto, el más infortunado de los hombres? Ésta
               es tu casa y en tu casa tienes a tu mujer y tu hijo, que es como cualquiera

               desearía que fuera su hijo».

                   Respondiéndola le dijo el muy astuto Odiseo:

                   «Sí, todo eso, diosa, lo has dicho con entera justicia. Pero es que en mi
               interior mi ánimo anda cavilando esto: cómo voy a lanzar mis manos sobre
               esos osados pretendientes, estando yo solo. Ellos andan siempre en grupo ahí
               dentro.  Además  estoy  meditando  en  mi  mente  algo  de  más  alcance:  si,  por
               voluntad de Zeus y tuya, los matara, ¿adónde podría huir? Te ruego que me
               aconsejes en esto».


                   Le contestó, a su vez, Atenea de ojos glaucos:
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