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CANTO XX
A su vez el divino Odiseo se preparaba la cama en el atrio. Extendió una
piel de buey sin curtir y luego por encima muchos pellejos de corderos, que
habían sacrificado los aqueos. Y, cuando ya se hubo acostado, le cubrió
Eurínome con un manto. Allí se quedó echado Odiseo planeando en su ánimo,
insomne, castigos a los pretendientes. Desde la gran sala iban y venían las
mujeres que solían acostarse con los pretendientes, provocándose unas a otras
a risas y jarana. A él se le enfurecía el ánimo en el pecho, y muchas veces
vaciló en su mente y su corazón si abalanzarse sobre ellas y darles muerte una
a una, o si dejar que se arrejuntaran una vez más, la última y final, con los
soberbios pretendientes. Su corazón por dentro ladraba. Como la perra que va
y viene en torno a sus débiles cachorros y ladra a un hombre que no conoce, y
se dispone a atacarle, así ladraba en su interior, irritado por sus perversas
acciones. Pero golpeándose el pecho, habló a su corazón con estas palabras:
«¡Sopórtalo, corazón! Ya antes soportaste otro ultraje aún más desgarrador,
aquel día en que el cíclope de incontenible furia se puso a devorar a mis
bravos compañeros. Tú lo sufriste, hasta que tu astucia te sacó de la cueva
donde creíste que ibas a morir».
Así dijo, mientras refrenaba en el pecho su corazón. Y su corazón,
paciente, lo resistía sufriéndolo tenazmente, mientras él se daba vueltas a un
lado y a otro. Como cuando un hombre sobre una densa fogata ardiente da
vueltas a unas tripas, llenas de grasas y sangre, por un lado y por otro, y espera
a que queden bien asadas pronto, así él se revolvía por aquí y por allí
reflexionando en cómo lanzaría sus manos sobre los osados pretendientes,
estando él solo contra muchos. A su vera llegó Atenea que bajaba del cielo. En
su figura semejaba una mujer. Se colocó junto a su cabeza y le dirigió estas
palabras:
«¿Por qué todavía estás despierto, el más infortunado de los hombres? Ésta
es tu casa y en tu casa tienes a tu mujer y tu hijo, que es como cualquiera
desearía que fuera su hijo».
Respondiéndola le dijo el muy astuto Odiseo:
«Sí, todo eso, diosa, lo has dicho con entera justicia. Pero es que en mi
interior mi ánimo anda cavilando esto: cómo voy a lanzar mis manos sobre
esos osados pretendientes, estando yo solo. Ellos andan siempre en grupo ahí
dentro. Además estoy meditando en mi mente algo de más alcance: si, por
voluntad de Zeus y tuya, los matara, ¿adónde podría huir? Te ruego que me
aconsejes en esto».
Le contestó, a su vez, Atenea de ojos glaucos: