Page 207 - La Odisea alt.
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en la desgracia».

                   Así  dijo,  la  anciana  se  tapó  la  cara  con  las  manos  y  comenzó  a  verter
               cálidas lágrimas y dijo palabras henchidas de pena:

                   «¡Ay de mí, hijo, que no te sirvo de nada! Cómo te ha odiado Zeus, tan en
               exceso, entre los hombres, a ti que tenías un ánimo piadoso. Porque ninguno
               de  los  mortales  quemó  en  honor  de  Zeus  que  disfruta  con  el  rayo  tantos

               pingües muslos ni tan escogidas hecatombes, como tú le ofreciste con ruegos
               de llegar a una vejez serena y poder educar a tu noble hijo. ¡Y ahora a ti sólo te
               negó del todo el día del regreso! Tal vez también a él le insultaran las mujeres
               de extraños en países lejanos, cuando llegaba a la ilustre casa de alguno, como
               a ti te insultan todas estas perras. Para evitar ahora su ultraje y las muchas
               burlas no permites que te laven; y a mí, y no me disgusta, me lo manda la hija
               de  Icario,  la  muy  prudente  Penélope.  Lo  haré  también  por  ti,  porque  tengo
               conmovido el corazón por tus desdichas. Así que escucha ahora lo que te digo.

               Muchos extranjeros de sufrido aspecto han llegado hasta aquí, pero te aseguro
               que  nunca  vi  a  ninguno  tan  parecido  a  Odiseo,  como  tú  te  asemejas,  en  el
               cuerpo, la voz y los pies».

                   Respondiéndola le dijo el muy astuto Odiseo:

                   «¡Ah, anciana! Así lo aseguran cuantos nos vieron ante sus ojos a nosotros

               dos,  que  somos  muy  semejantes  uno  a  otro,  como  tú  misma  notaste  y  con
               sensatez proclamas».

                   Así dijo, y la anciana tomó una refulgente jofaina en la que solía lavar los
               pies y derramó en ella un chorro de agua fría y luego le agregó la caliente. Al
               momento Odiseo se sentó junto al hogar y se resguardó en un espacio sombrío,
               porque  de  pronto  sospechó  que,  al  manosear  sus  pies,  iba  a  reconocer  su
               cicatriz y todo podía quedar descubierto.

                   Ella se acercó a su señor para lavarlo, y al pronto reconoció la cicatriz, que

               un jabalí le había hecho con su blanco colmillo antaño, cuando él marchaba
               por el Parnaso, con Autólico y los hijos de éste, el noble padre de su madre,
               que  sobresalía  entre  los  hombres  en  el  arte  de  robar  y  jurar.  Se  lo  había
               otorgado el mismo Hermes, ya que en su honor quemaba espléndidos muslos
               de  cabras  y  corzos.  Y  el  dios  iba  benévolo  con  ellos.  Al  llegar  Autólico  al

               próspero pueblo de Ítaca encontró al niño pequeño, hijo de su hija. Entonces
               Euriclea se lo puso en sus rodillas, al acabar de comer y le habló y le dijo:

                   «Autólico,  sugiere  tú  mismo  ahora  un  nombre  que  ponerle  al  hijo  de  tu
               hija, que tanto has anhelado».

                   Y, respondiéndola, habló Autólico y dijo:

                   «Yerno mío e hija mía, ponedle el nombre que voy a deciros. Como yo he
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