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silla, y se puso a rogar a Zeus alzando las manos:


                   «¡Zeus Padre, si por vuestro designio me trajisteis a través de lo seco y lo
               líquido hasta mi tierra, después de maltratarme en exceso, que alguna de las
               criaturas despiertas emita un presagio favorable aquí dentro y que afuera surja
               otro prodigio de Zeus!».

                   Así dijo en su plegaria y le escuchó el providente Zeus. Al momento tronó

               en el resplandeciente Olimpo, por encima de las nubes. Se regocijó el divino
               Odiseo. El presagio dentro de la casa lo produjo una mujer de las que molían
               el grano allí cerca, donde estaban las piedras de moler para servicio del pastor
               de pueblos. En ellas se fatigaban las mujeres, doce en total, que fabricaban las
               harinas de trigo y de cebada, médula de los hombres. Las demás ya dormían,
               porque ya habían molido su grano, pero ésta, sola, aún no había concluido,
               porque era la más débil. Ella dejó de moler y lanzó sus palabras, un signo para
               su señor:


                   «Zeus Padre, tú que reinas para dioses y humanos ¡qué fuerte tronaste en el
               cielo  estrellado!  No  hay  ahí  ni  una  nube.  Para  alguien  das  ese  presagio.
               Cúmpleme  también  a  mí,  infeliz,  esta  súplica  que  te  dirijo.  ¡Que  los
               pretendientes tomen en este día por última y postrera vez su deseado banquete
               en la mansión de Odiseo! Ellos, que me han quebrantado con amarga fatiga las
               rodillas de tanto moler harinas. ¡Ojalá que tengan ahora su última comida!».


                   Así  dijo.  Se  alegró  el  divino  Odiseo  del  presagio  y  del  trueno  de  Zeus.
               Confiaba pues en que castigaría a los malvados.

                   Las  otras  esclavas,  despiertas  ya,  en  la  hermosa  mansión  de  Odiseo
               encendían el fuego incansable en el hogar. Telémaco se levantó de su cama, el
               joven  semejante  a  un  dios,  se  vistió  sus  ropas,  se  colgó  de  los  hombros  su
               afilada espada, y se anudó en los ágiles pies sus bellas sandalias y retomó su

               excelente lanza coronada por el aguzado bronce. Se detuvo en el umbral y le
               dijo a Euriclea:

                   «Ama  querida,  ¿cómo  honrasteis  en  casa  al  extranjero?  ¿Con  cama  y
               comida, o anda tirado sin más, despreciado? Pues mi madre es así, aun siendo
               sensata. De modo sorprendente honra a uno cualquiera de los hombres de voz
               articulada, uno inferior, y a otro, el mejor, lo desdeña y lo despide».

                   Contestóle, a su vez, la muy prudente Euriclea:


                   «No  debes  acusar  ahora,  hijo,  a  una  inocente.  Porque  ése  bebió  bien
               sentado su vino, mientras él quiso, y dijo que no tenía más hambre de comida,
               cuando se le preguntaba. Y cuando vino a acordarse de la cama y del sueño,
               ella ordenó a sus criadas que le prepararan la cama; pero él, como quien es del
               todo  infeliz  y  desdichado,  no  quiso  echarse  en  un  lecho  y  entré  cobertores,
               sino que sobre una piel de buey sin curtir y entre pieles de ovejas se tumbó en
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