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camino de Ítaca. Su padre y su venerable madre se alegraron de tenerlo de
vuelta, y le iban preguntando sobre la herida que había sufrido. Él les contó
punto por punto cómo en la cacería el jabalí lo atacó con su blanco colmillo al
marchar por el Parnaso con los hijos de Autólico.
Al tantear la cicatriz con las palmas de sus manos la vieja la reconoció al
tacto, y soltó el pie que alzaba. Cayó en la jofaina la pierna y, resonó el
bronce, se tumbó por un lado, y el agua se vertió en el suelo. En su mente
brotaron a la par el gozo y la pena, los ojos se le colmaron de lágrimas y se le
quebró la clara voz. Y agarrando de la barba a Odiseo, le dijo:
«Sí, de verdad tú eres Odiseo, querido hijo. Al principio no te reconocí,
hasta tocarte del todo, mi señor».
Dijo y volvió su mirada hacia Penélope, queriendo advertirla con sus ojos
de que allí estaba su querido esposo. Pero ella, desde enfrente, no podía
apercibirse ni atenderla, porque Atenea había distraído su pensamiento.
Entonces Odiseo avanzó su mano y la agarró del cuello con la derecha, y con
la otra la atrajo a sí, y le dijo:
«¿Abuela, por qué quieres perderme? Tú misma me criaste en tu pecho.
Ahora, después de soportar incontables dolores, he vuelto a los veinte años, a
mi tierra patria. Bien, ya que me has descubierto y un dios te iluminó en tu
ánimo, ¡calla, que nadie más se entere en palacio! Porque te voy a decir algo
que va a cumplirse. Si un dios concede a mis manos aplastar a los nobles
pretendientes, no me olvidaré de ti, que fuiste mi nodriza, cuando a las demás
mujeres esclavas del palacio dé muerte».
Le respondió luego la muy prudente Euriclea:
«¡Hijo mío, qué amenaza escapó del cercado de tus dientes! Bien sabes que
mi ánimo es leal y nada voluble. Me mantendré firme como una dura roca o
como el hierro. Y algo más te diré y tú guárdalo en tu mente. Si bajo tus
manos un dios sometiera a los pretendientes, entonces te diré de las mujeres de
palacio quiénes te deshonran y quiénes son inocentes».
Respondiéndola, le dijo el muy astuto Odiseo:
«Abuela, ¿a qué vas tú a contármelo? Bien, lo averiguaré yo mismo, y las
tendré vistas una por una. Conque mantén silencio en tu charla, y confía en los
dioses».
Así dijo. La nodriza cruzó con rápidos pasos la sala para traer agua a la
jofaina. Toda la anterior se había derramado. Cuando ya le hubo lavado y
ungido los pies con espeso aceite, Odiseo se colocó su asiento más cerca del
fuego para rescaldarse y se cubrió la cicatriz con sus harapos.
Y tomó la palabra entre ellos la muy prudente Penélope: