Page 209 - La Odisea alt.
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camino  de  Ítaca.  Su  padre  y  su  venerable  madre  se  alegraron  de  tenerlo  de
               vuelta, y le iban preguntando sobre la herida que había sufrido. Él les contó
               punto por punto cómo en la cacería el jabalí lo atacó con su blanco colmillo al
               marchar por el Parnaso con los hijos de Autólico.

                   Al tantear la cicatriz con las palmas de sus manos la vieja la reconoció al
               tacto,  y  soltó  el  pie  que  alzaba.  Cayó  en  la  jofaina  la  pierna  y,  resonó  el
               bronce, se tumbó por un lado, y el agua se vertió en el suelo. En su mente

               brotaron a la par el gozo y la pena, los ojos se le colmaron de lágrimas y se le
               quebró la clara voz. Y agarrando de la barba a Odiseo, le dijo:

                   «Sí, de verdad tú eres Odiseo, querido hijo. Al principio no te reconocí,
               hasta tocarte del todo, mi señor».

                   Dijo y volvió su mirada hacia Penélope, queriendo advertirla con sus ojos
               de  que  allí  estaba  su  querido  esposo.  Pero  ella,  desde  enfrente,  no  podía

               apercibirse  ni  atenderla,  porque  Atenea  había  distraído  su  pensamiento.
               Entonces Odiseo avanzó su mano y la agarró del cuello con la derecha, y con
               la otra la atrajo a sí, y le dijo:

                   «¿Abuela, por qué quieres perderme? Tú misma me criaste en tu pecho.
               Ahora, después de soportar incontables dolores, he vuelto a los veinte años, a
               mi tierra patria. Bien, ya que me has descubierto y un dios te iluminó en tu

               ánimo, ¡calla, que nadie más se entere en palacio! Porque te voy a decir algo
               que  va  a  cumplirse.  Si  un  dios  concede  a  mis  manos  aplastar  a  los  nobles
               pretendientes, no me olvidaré de ti, que fuiste mi nodriza, cuando a las demás
               mujeres esclavas del palacio dé muerte».

                   Le respondió luego la muy prudente Euriclea:

                   «¡Hijo mío, qué amenaza escapó del cercado de tus dientes! Bien sabes que
               mi ánimo es leal y nada voluble. Me mantendré firme como una dura roca o
               como  el  hierro.  Y  algo  más  te  diré  y  tú  guárdalo  en  tu  mente.  Si  bajo  tus

               manos un dios sometiera a los pretendientes, entonces te diré de las mujeres de
               palacio quiénes te deshonran y quiénes son inocentes».

                   Respondiéndola, le dijo el muy astuto Odiseo:

                   «Abuela, ¿a qué vas tú a contármelo? Bien, lo averiguaré yo mismo, y las
               tendré vistas una por una. Conque mantén silencio en tu charla, y confía en los
               dioses».

                   Así dijo. La nodriza cruzó con rápidos pasos la sala para traer agua a la

               jofaina.  Toda  la  anterior  se  había  derramado.  Cuando  ya  le  hubo  lavado  y
               ungido los pies con espeso aceite, Odiseo se colocó su asiento más cerca del
               fuego para rescaldarse y se cubrió la cicatriz con sus harapos.

                   Y tomó la palabra entre ellos la muy prudente Penélope:
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