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el atrio. Nosotras lo tapamos con un manto».
Así dijo, y Telémaco salió a grandes pasos cruzando la sala y portando su
lanza. Detrás de él iban dos perros de patas veloces. Se dirigió al ágora entre
los aqueos de hermosas grebas.
Ella, Euriclea, la hija de Ope Pisenórida, divina entre las mujeres, llamaba
a gritos a las esclavas de la casa:
«Poneos en marcha, las unas barred deprisa la casa, regad el suelo y en los
asientos bien torneados poned las telas de púrpura; las otras, con esponjas,
fregad todas las mesas y lavad las cráteras y las copas de doble asa. Y las
demás, a por agua, id por ella a la fuente y salid ya y volved muy pronto, que
no van a tardar en presentarse en la sala los pretendientes, que muy de mañana
volverán todos a la fiesta».
Así habló, las otras la oyeron y obedecieron enseguida. Unas veinte fueron
a la fuente de aguas oscuras, y otras se pusieron a trabajar en la casa con
destreza. Acudieron los criados a la faena. Los unos al punto y con buen oficio
cortaron la leña. Ellas, las mujeres, regresaron de la fuente. Tras éstas llegó el
porquerizo conduciendo tres gruesos cerdos, los mejores de cuantos guardaba.
Allí los dejó, en unos buenos cercados para que se alimentaran, y él, por su
parte, interpeló a Odiseo con palabras amables:
«¿Forastero, te tratan ya con más miramientos los aqueos o te siguen
despreciando en palacio como al comienzo?».
Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, castigaran los dioses el ultraje que éstos, en su necia
soberbia, prodigan en casa ajena, sin tener ni una pizca de vergüenza!».
En tanto que ellos así charlaban uno con otro, vino allí cerca Melantio, el
pastor de cabras, trayendo unas cabras que destacaban entre todas en sus
rebaños, para la comida de los pretendientes. Otros dos gañanes le seguían.
Las dejaron atadas en el rumoroso patio, y él se dirigió de pronto a Odiseo con
palabras de escarnio:
«Extranjero, ¿todavía ahora aquí en la casa vas a molestar mendigando a
los señores? ¿Es que no piensas irte lejos? Por lo visto creo que no vamos a
distanciarnos hasta que pruebes mis puños, porque mendigas sin ningún
reparo. Bien, hay, desde luego, otros banquetes entre los aqueos».
Así habló, y no le contestó nada el muy astuto Odiseo; sino que en silencio
movió su cabeza, meditando su ruina. Llegó, en tercer lugar, Filetio, capataz
de braceros, que conducía para los pretendientes una vaca estéril y unas
rollizas cabras. Lo habían transportado los barqueros, que suelen llevar a
cuantos requieren sus servicios. Dejó a sus bestias bien atadas en el rumoroso