Page 215 - La Odisea alt.
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el atrio. Nosotras lo tapamos con un manto».


                   Así dijo, y Telémaco salió a grandes pasos cruzando la sala y portando su
               lanza. Detrás de él iban dos perros de patas veloces. Se dirigió al ágora entre
               los aqueos de hermosas grebas.

                   Ella, Euriclea, la hija de Ope Pisenórida, divina entre las mujeres, llamaba
               a gritos a las esclavas de la casa:

                   «Poneos en marcha, las unas barred deprisa la casa, regad el suelo y en los

               asientos  bien  torneados  poned  las  telas  de  púrpura;  las  otras,  con  esponjas,
               fregad  todas  las  mesas  y  lavad  las  cráteras  y  las  copas  de  doble  asa.  Y  las
               demás, a por agua, id por ella a la fuente y salid ya y volved muy pronto, que
               no van a tardar en presentarse en la sala los pretendientes, que muy de mañana
               volverán todos a la fiesta».

                   Así habló, las otras la oyeron y obedecieron enseguida. Unas veinte fueron
               a  la  fuente  de  aguas  oscuras,  y  otras  se  pusieron  a  trabajar  en  la  casa  con

               destreza. Acudieron los criados a la faena. Los unos al punto y con buen oficio
               cortaron la leña. Ellas, las mujeres, regresaron de la fuente. Tras éstas llegó el
               porquerizo conduciendo tres gruesos cerdos, los mejores de cuantos guardaba.
               Allí los dejó, en unos buenos cercados para que se alimentaran, y él, por su
               parte, interpeló a Odiseo con palabras amables:

                   «¿Forastero,  te  tratan  ya  con  más  miramientos  los  aqueos  o  te  siguen

               despreciando en palacio como al comienzo?».

                   Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:

                   «¡Ojalá,  Eumeo,  castigaran  los  dioses  el  ultraje  que  éstos,  en  su  necia
               soberbia, prodigan en casa ajena, sin tener ni una pizca de vergüenza!».

                   En tanto que ellos así charlaban uno con otro, vino allí cerca Melantio, el
               pastor  de  cabras,  trayendo  unas  cabras  que  destacaban  entre  todas  en  sus
               rebaños, para la comida de los pretendientes. Otros dos gañanes le seguían.

               Las dejaron atadas en el rumoroso patio, y él se dirigió de pronto a Odiseo con
               palabras de escarnio:

                   «Extranjero, ¿todavía ahora aquí en la casa vas a molestar mendigando a
               los señores? ¿Es que no piensas irte lejos? Por lo visto creo que no vamos a
               distanciarnos  hasta  que  pruebes  mis  puños,  porque  mendigas  sin  ningún
               reparo. Bien, hay, desde luego, otros banquetes entre los aqueos».


                   Así habló, y no le contestó nada el muy astuto Odiseo; sino que en silencio
               movió su cabeza, meditando su ruina. Llegó, en tercer lugar, Filetio, capataz
               de  braceros,  que  conducía  para  los  pretendientes  una  vaca  estéril  y  unas
               rollizas  cabras.  Lo  habían  transportado  los  barqueros,  que  suelen  llevar  a
               cuantos requieren sus servicios. Dejó a sus bestias bien atadas en el rumoroso
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