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«Extranjero, aún te voy a preguntar una pequeña cosa. Pues ya pronto será
la hora del dulce reposo, al menos para quien concilie el sueño, aunque ande
con penas. Desde luego a mí una enorme pesadumbre me impuso la divinidad,
de modo que paso todos mis días afligida, sollozando, atendiendo a mis tareas
y las del servicio de la casa. Y cuando llega la noche y el reposo ampara a
todos, me quedo echada en mi cama, pero en mi corazón angustiado densas,
agudas penas me asaltan y torturan. Como antaño la hija de Pandáreo, el
ruiseñor verdoso, canta su bella canción mientras se inicia la primavera,
instalado en el denso follaje de los árboles, y vierte en trinos variados su
cantarina voz, llorando por su querido hijo, por Ítilo, el hijo del rey Zeto, al
que mató con la espada en un rapto de locura. Así también mi ánimo se siente
tironeado en dos sentidos. No sé si quedarme junto a mi hijo y velando por
todo esto, mis bienes, mis sirvientes, y la gran mansión de alto techo, por
respeto al lecho de mi esposo y la opinión del pueblo, o si marchar con aquel
de los aqueos que resulte el mejor que me corteja en estas salas, y que me
ofrezca grandes regalos de boda. Mi hijo, mientras fue pequeño y aún con
mente infantil, no me permitía casarme y dejar la casa de mi esposo; pero
ahora que ya es mayor y ha alcanzado la plena juventud, incluso me suplica
que salga de una vez de mi palacio, preocupado por su herencia, que se la
comen los aqueos.
»Pues bien, escucha este sueño mío e interprétamelo. En mi casa veinte
gansos comen trigo, fuera del estanque, y disfruto mirándolos. Pero viene del
monte un águila grande, de corvo pico, les desgarra a todos el cuello y los
mata. Todos quedan tendidos en un montón en mis salas, mientras ella
remonta al claro cielo. Por mi parte, yo lloraba y gritaba en mi sueño, y a mi
alrededor se reunían las aqueas de bellas trenzas, en tanto que yo sollozaba
porque el águila había dado muerte a mis gansos. El águila de nuevo volvió y
se posó sobre el alero del tejado, y con voz humana me consolaba y me decía:
»“No temas, hija del muy ilustre Icario, no es un sueño, sino un presagio
que se te va a cumplir. Los gansos son los pretendientes y yo que antes era
ave, un águila, ahora, en cambio, me transformo en tu esposo, que daré a todos
tus pretendientes un infausto destino”.
»Así dijo, y luego me abandonó el deleitoso sueño. Al abrir mis ojos
contemplé a los gansos que en el patio picoteaban el grano junto al estanque,
como de costumbre».
Respondiéndola le dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, no es posible interpretar el sueño, buscándole un nuevo sentido, ya
que Odiseo mismo te ha explicado cómo va a realizarse. Anuncia la masacre
de todos los pretendientes. Ninguno va a escapar de la muerte y su destino
funesto».