Page 204 - La Odisea alt.
P. 204
Pero al decimotercer día amainó el viento y ellos zarparon».
Fabulaba contando sus mentiras semejantes a verdades. A ella, al
escucharlo, le fluían las lágrimas y le bañaban la piel. Como la nieve se funde
en las montañas de altas cumbres cuando el Euro la derrite, después de que la
amontonó el Céfiro, y al derretirse van rebosantes las corrientes de los ríos, así
entonces por sus mejillas se desbordaban sus lágrimas al brotar su llanto,
sollozando por el marido que tenía sentado a su lado. Entre tanto Odiseo
compadecía en su ánimo a su sollozante esposa, pero sus ojos estaban
inmóviles, como si fueran de cuerno o de hierro, sin agitarse bajo sus
párpados. Con astucia ocultaba él sus lágrimas.
En cuanto ella se hubo hartado del lacrimoso llanto, de nuevo contestando
a sus palabras dijo:
«Ahora pienso, extranjero, que voy a ponerte a prueba a ver si de verdad
albergaste allá, junto con sus compañeros de aspecto divino, a mi esposo,
como cuentas. Cuéntame cómo eran las ropas que cubrían su cuerpo y cómo
era él en persona, y los compañeros que le seguían».
Contestándola dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, es difícil, con tanto tiempo pasado, decirlo. Para mí ya van para
veinte años desde que él de allí se fue y se alejó de mi tierra patria. No
obstante, te lo diré, tal como lo recuerda mi corazón. Un manto doble,
purpúreo, de lana, portaba Odiseo. Lo llevaba sujeto con un broche de oro, con
dobles anillas, y estaba labrado por delante: un perro retenía en sus patas
delanteras a un moteado cervatillo y lo veía debatirse. Suscitaba la admiración
de todos cómo, siendo ambos de oro, el uno miraba al corzo y lo aprisionaba,
mientras éste, ansioso por huir, se debatía entre sus patas. Y vi su túnica,
reluciente sobre su cuerpo, como la piel de una cebolla seca. Tan suave era y
refulgía como el sol. Muchas mujeres lo contemplaban con asombro. Añadiré
algo más, y tú guárdalo en tu mente. No sé si vestía estas ropas Odiseo en su
casa o si alguno de sus compañeros se las ofreció en el viaje en su rauda nave,
o si tal vez acaso algún huésped, porque de muchos era amigo Odiseo. Pues
pocos había iguales a él entre los aqueos.
»También yo le di una espada de bronce y una túnica doble, hermosa,
purpúrea, con bien marcados bordes. Con respeto le escolté hasta su barco. Le
acompañaba entonces un heraldo algo más viejo que él. También de éste voy a
decirte cómo era: caído de hombros, de piel morena, de cabello crespo, su
nombre era Euríbates, y lo apreciaba especialmente entre sus compañeros
Odiseo, porque tenía pensamientos semejantes a los suyos».
Así habló y a ella le suscitó aún más deseos de llorar, porque reconoció las
señas precisas en cuanto había contado Odiseo. Después de haber colmado su