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«Eurínome, acerca una silla y una piel sobre ella para que el forastero tome
asiento, y me escuche y me cuente sus noticias. Estoy ansiosa por
preguntarle».
Así habló, y aquélla al instante trajo y dispuso la silla bien torneada y la
recubrió con una piel. Sobre ella se sentó el muy sufrido divino Odiseo. Y
entre ellos comenzó la charla la muy prudente Penélope:
«Extranjero, comenzaré por preguntarte yo misma esto: ¿quién eres y de
qué gente? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres?».
Contestándola dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, ningún mortal en la tierra infinita podría hacerte reproches. Pues
tu fama llega hasta el amplio cielo, como la de un monarca irreprochable que
gobierna temeroso de los dioses sobre numerosos y valerosos súbditos y
mantiene firmes sus justas obras, mientras la negra tierra hace brotar trigos y
cebadas, y los árboles rebosan de frutos, los rebaños se reproducen sin fin, y el
mar prodiga sus peces, gracias a su buen gobierno, y florecen los pueblos bajo
su cetro. Sin embargo, pregúntame ahora, en esta tu casa, otras cosas, no me
interrogues sobre mi familia ni mi tierra patria, para no abrumar aún más de
dolores mi ánimo, al moverme a recordar. Vengo de muchas desgracias y nada
me obliga a ponerme a llorar y gemir en casa ajena, pues es desagradable
mostrarse angustiado siempre y sin tregua. No vaya a ser que se muestre
irritada contra mí alguna de tus criadas o tú misma, y diga que navego en
lágrimas con la mente embotada por el vino».
Le contestó al punto la muy prudente Penélope:
«Extranjero, mis atractivos, mi belleza y mi figura las destruyeron los
dioses cuando hacia Ilión zarparon los argivos, y con ellos se fue mi esposo,
Odiseo. Si él regresara y cuidara de mi vida, mayor sería entonces mi fama y
más hermosa. Ahora vivo sin consuelo. Pues tantas desdichas ha lanzado sobre
mí el destino. Que todos los nobles que tienen poderío en las islas, en
Duliquio, Same y la boscosa Zacintos, y los que habitan la despejada Ítaca me
cortejan a pesar mío y devoran mi casa. Por eso no atiendo a extranjeros ni a
suplicantes ni a heraldos siquiera, que sirven a su oficio, sino que, añorando a
Odiseo, desgarro mi corazón. Ellos apremian la boda, yo tramo mis engaños.
»Al principio un dios me inspiró en la mente que me pusiera a tejer una
tela primorosa y extensa. Enseguida les dije: “Mis jóvenes pretendientes,
puesto que ha muerto Odiseo, aguardad para la boda aunque estéis ansiosos a
que yo concluya este manto, no se me vayan a perder sueltos sus hilos, para
sudario del héroe Laertes, para cuando lo derribe el destino funesto de su triste
muerte. No vaya a ser que alguno de los aqueos se enfurezca conmigo si queda
sin mortaja un hombre que poseyó muchas riquezas”.