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firme juramento: que ninguno, para favorecer a Iro, me golpeará a traición con
               su vigorosa mano y me derribará con violencia ante éste».

                   Así  habló  y  todos  ellos  juraban  tal  como  había  pedido.  Después  que
               hubieron jurado y dado juramento, tomó a su vez la palabra el sagrado vigor
               de Telémaco:

                   «Extranjero, si tu corazón y tu ánimo te impulsan a defenderte de ése, no

               temas a ningún otro de los aqueos, porque tendrá que pelear con muchos quien
               te lastime. Yo soy el señor del hospedaje y me avalan dos reyes, Eurímaco y
               Antínoo, que son sensatos ambos».

                   Así dijo y todos los aprobaban. Entonces Odiseo se sujetó bien sus harapos
               a su cintura y descubrió sus muslos hermosos y grandes, y quedaron a la vista
               sus  anchos  hombros,  su  torso  y  sus  brazos  robustos.  Por  su  parte,  Atenea
               acudió junto a él y acrecentaba el vigor de los miembros del pastor de pueblos.

               Todos los pretendientes se admiraron en extremo, y así le decía al verlo uno al
               que tenía a su lado:

                   «Muy  pronto  ese  Iro  dejará  de  ser  Iro  y  recibirá  una  merecida  tunda.
               Menudos muslos muestra el viejo al remangarse los harapos».

                   Así  decían  mientras  que  a  Iro  el  ánimo  se  le  estremecía  cobardemente.
               Pero, aun así, unos siervos le ciñeron las ropas y lo empujaron adelante lleno
               de temor. Las carnes le temblaban en todo el cuerpo. Antínoo tomó la palabra

               y le habló y dijo:

                   «¡Ojalá ya no vivieras, fanfarrón, ni hubieras nacido! Porque tiemblas y
               muestras  tan  tremendo  terror  ante  un  viejo  abrumado  por  la  miseria  que  lo
               envuelve. Pues voy a decirte esto, que se verá bien cumplido: si ése te vence y
               resulta ser más fuerte, te enviaré al continente, echándote en una negra nave
               hacia el rey Equeto, aniquilador de todo ser humano, que te va a cortar la nariz
               y las orejas con el agudo bronce, y te arrancará los cojones y se los dará a sus

               perros para que los coman crudos».

                   Así dijo, y al otro aún mayores temblores le sacudieron los miembros. Lo
               empujaron  al  centro.  Uno  y  otro  alzaron  los  puños.  Entonces  dudó  el  muy
               sufrido divino Odiseo si le aporrearía de modo que su alma lo dejara allí yerto,
               o si le atizaría flojo y lo dejaría tendido por tierra. Esto le pareció mejor al
               meditarlo: golpearle flojo, para que no le reconocieran a él los aqueos. Ambos

               alzaron los puños. Iro le golpeó en el hombro derecho, y él le atizó en el cuello
               bajo la oreja y le partió los huesos por dentro. Al momento brotó sangre roja
               de  su  boca  y  se  derrumbó  con  un  grito,  y  rechinó  los  dientes  mientras
               pataleaba  con  sus  pies  en  el  suelo.  Entre  tanto  los  bravos  pretendientes
               levantaban sus brazos y se morían de risa.

                   Luego Odiseo se puso a arrastrarlo por la sala agarrándolo de un pie hasta
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