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atravesar la casa? Malo es un mendigo vergonzoso».


                   Respondiéndola le dijiste tú, porquerizo Eumeo:

                   «Alega  con  razón  lo  que  pensaría  cualquiera  que  quisiera  evitar  la
               violencia de unos hombres soberbios. Te aconseja, pues, esperar hasta que se
               ponga el sol. También para ti es mucho mejor así, reina, a fin de poder hablar
               y escuchar a solas al extranjero».

                   Le contestó, a su vez, la muy prudente Penélope:


                   «No  piensa  como  insensato  el  forastero,  pues  bien  puede  ser  así.  De  tal
               modo  no  va  a  maquinar  locuras  ninguno  de  los  mortales  con  intención  de
               ofender».

                   Ella así habló y el divino porquerizo se encaminó hacia el pelotón de los
               pretendientes,  después  de  todas  las  explicaciones.  Al  momento  se  puso  a
               decirle a Telémaco unas palabras aladas, acercándose a su rostro para que no

               lo oyeran los demás:

                   «Querido amo, yo me voy a cuidar de los cerdos y lo demás, de tus bienes
               y los míos. ¡Preocúpate tú de todo lo de aquí! Ante todo protégete y reflexiona
               en  tu  ánimo  para  no  sufrir  nada.  Muchos  de  los  aqueos  traman  maldades.
               ¡Ojalá Zeus los aniquile antes de que sean nuestra perdición!».

                   Le contestaba, a su vez, el juicioso Telémaco:

                   «Así  será,  abuelo.  Tú  vete  después  de  haber  cenado,  pero  vuelve  de

               mañana y tráete hermosas víctimas. Aquí de todo esto cuidaré yo y también
               los inmortales».

                   Así le dijo y de nuevo se sentó en su bien pulimentada silla. Y el otro, una
               vez que colmó su ansia de comida y bebida, de nuevo se puso en camino hacia
               sus cerdos, y abandonó la sala y el atrio lleno de comensales, que se divertían
               con las danzas y el canto. Por entonces ya había venido la noche.




                                                   CANTO XVIII



                   Llegó un mendigo del lugar, que acostumbraba a pedir por la ciudad de
               Ítaca y se hacía notar por su estómago insaciable en comer y beber sin tasa. No
               tenía vigor ni fuerza, pero su aspecto era muy imponente a primera vista. Su
               nombre era Arneo, según se lo impuso su señora madre, pero los jóvenes lo
               llamaban Iro, porque iba trayendo y llevando recados cuando cualquiera se lo

               mandaba. En cuanto llegó se puso a perseguir a Odiseo, en su propia casa, y le
               decía, insultándole, sus palabras aladas:
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