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cortejar y comer desde el alba, porque te destacas entre las mujeres por tu
figura, tu belleza y tu equilibrada cordura interior».
Le respondía luego la muy prudente Penélope:
«Eurímaco, mi elegancia, mi belleza y mi porte, los destruyeron los dioses,
cuando hacia Ilión partieron los argivos y con ellos se fue mi esposo Odiseo.
Si aquél volviera y velara por mi vida, mayor sería mi fama y aún más
hermosa. Ahora vivo angustiada. ¡Con cuántas desgracias me abrumó la
divinidad! Sí, él al marcharse y dejar atrás su tierra patria, tomó mi mano
derecha por la muñeca y me dijo:
»“¡Ah, mujer, no creo, no, que los aqueos de buenas grebas regresen bien
todos indemnes de Troya! Porque cuentan que los troyanos son bravos
guerreros, tanto los lanceros como los que disparan sus flechas, y los que
montan caballos de raudas pezuñas, que enseguida deciden el rudo tumulto en
la incierta batalla. Así que no sé si la divinidad me librará o si caeré en Troya.
Tú cuídate de todo aquí. Acuérdate de mi padre y mi madre en la casa, como
ahora o aún más, cuando yo esté lejos. Y en cuanto veas que le apunta la barba
a nuestro hijo, cásate con quien quieras dejando este tu hogar”.
»Así habló él. Ahora ya se cumplen todas esas advertencias. Llegará la
noche en que la odiosa boda me apremie, desdichada de mí, a quien Zeus
arrebató la felicidad. Esta pena tremenda embarga mi corazón y mi ánimo.
»Antes no era tal la costumbre entre los pretendientes. Los que querían
cortejar a una mujer noble e hija de un rico hacendado y competir por ella
entre ellos, éstos eran quienes aportaban vacas y robustos corderos a los
parientes de la novia, para el festín, y daban espléndidos regalos. Pero no
devoraban sin reparos la hacienda ajena».
Así habló; y se alegró el sufrido divino Odiseo al ver que ella solicitaba
regalos y hechizaba los ánimos con palabras seductoras, mientras su mente
tramaba otros planes. A ella le dijo, a su vez, Antínoo, hijo de Eupites:
«Hija de Icario, muy prudente Penélope, los regalos de aquel de los aqueos
que quiera ofrecerlos, acéptalos. No está bien, desde luego, rechazar un regalo.
Pero nosotros no nos vamos a marchar a nuestras fincas ni a ninguna otra parte
hasta que tú tomes por esposo a uno de los aqueos, el que sea el más apto».
Así habló Antínoo, y a los demás les agradaba su discurso. Entonces cada
uno envió a su heraldo a traer regalos. El de Antínoo aportó un bellísimo
peplo, extenso y bordado. Llevaba doce broches todos de oro que encajaban en
unas anillas redondeadas. Un collar trajo pronto el de Eurímaco, muy artístico,
de oro, entreverado con trozos de ámbar, como un sol. A Euridamante dos
siervos le trajeron unos pendientes de tres perlas, grandes como moras, que
emitían destellos fascinantes. De la casa de Pisandro, el rey, hijo de Políctor,