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mantienen su ánimo festivo. Sus bienes propios los conservan intactos en sus
casas. Su comida y vino los toman sólo sus criados. Ellos vienen de visita
todos los días, sacrifican nuestras vacas, ovejas y robustas cabras, y se dan el
festín y beben el rojo vino sin tasa. Todo aquí se consume a chorros, porque no
hay un hombre como era Odiseo para ahuyentar esta peste de la casa. Si
Odiseo volviera y llegara a su tierra patria, muy pronto, al lado de su hijo
vengaría las afrentas de esos individuos».
Así habló. Telémaco dio un fuerte estornudo y a su alrededor retumbó de
modo tremendo la casa. Echóse a reír Penélope y al punto dijo a Eumeo estas
palabras aladas:
«Ve, por favor, e invita al extranjero a venir ante mí. ¿No ves que mi hijo
ha estornudado después de todas mis palabras? Así que no va a quedar sin
cumplirse la muerte de todos los pretendientes, y ninguno escapará de la
muerte y las Parcas. Te voy a decir algo más y tú guárdalo bien en tu mente: si
reconozco que ése dice la verdad en todo, lo voy a vestir con hermosas ropas,
con túnica y manto».
Así dijo, y el porquerizo se puso en camino apenas la hubo oído, y,
llegando junto a aquél, le decía sus palabras aladas:
«¡Padre extranjero! Te llama la muy prudente Penélope, la madre de
Telémaco. Su ánimo la incita a preguntarte acerca de su esposo, aunque está
muy afligida por sus penas. Si reconoce que tú dices en todo la verdad, te dará
a vestir túnica y manto, lo que tú más necesitas. Mendigando por el pueblo
llenarás tu estómago. Te dará, en efecto, quien quiera».
Le contestó, a su vez, el muy sufrido divino Odiseo:
«Eumeo, yo le contaría enseguida todo de verdad a la hija de Icario, la muy
prudente Penélope, pues estoy bien informado acerca de aquél, y hemos
soportado la misma desventura. Pero me tiene amedrentado la turba de los
pretendientes, cuya insolencia y violencia llegan hasta el férreo cielo. Mira
cómo ahora, cuando ese individuo me golpeó y me causó daño, a mí, que iba
por la casa sin hacer nada malo, ni Telémaco ni ningún otro se lo impidió de
ningún modo. Por tanto ruégale a Penélope que aguarde en su cámara, aunque
esté ansiosa, hasta que el sol se ponga. Y que me pregunte entonces por el
retorno de su marido, dejando que me siente junto al fuego, de cerca. Porque,
en efecto, visto unas andrajosas ropas. Tú bien lo sabes, porque a ti te supliqué
antes».
Así habló y se marchó el porquerizo, después de haber oído sus palabras.
En cuanto cruzó el umbral, le dijo Penélope:
«¿No lo has traído contigo, Eumeo? ¿Qué quiere pues el vagabundo? ¿Es
que recela por temor a alguno o acaso por otro motivo siente vergüenza de