Page 194 - La Odisea alt.
P. 194

hogar!».


                   Así dijo, y, después de hacer una libación, apuró el vino de dulce sabor. Y
               de nuevo dejó la copa en las manos del señor de pueblos. Por su lado éste echó
               a andar por la sala, afligido en su corazón, sacudiendo la cabeza, pues en su
               ánimo  preveía  desgracias.  Pero  ni  aun  así  iba  a  esquivar  su  destino  fatal.
               Atenea lo derribó haciéndolo caer con violencia bajo las manos y la lanza de
               Telémaco. Y Odiseo se sentó de nuevo en la silla de la que se había levantado.


                   La diosa de ojos glaucos, Atenea, inspiró en la mente a la hija de Icario, a
               la muy prudente Penélope, que se mostrara ante los pretendientes, a fin de que
               se serenara más el ánimo de los jóvenes y quedara ella más honrada de lo que
               antes  estaba  ante  su  esposo  y  su  hijo.  Se  echó  a  reír  sin  motivo  y  tomó  la
               palabra y dijo:

                   «Eurínome, mi corazón me impulsa, como nunca antes, a aparecer ante los

               pretendientes,  aunque  me  resulten  odiosos.  Quisiera  decirle  a  mi  hijo  un
               consejo  que  puede  serle  provechoso:  que  no  converse  de  todo  con  los
               soberbios  pretendientes,  que  por  delante  hablan  bien  y  por  detrás  piensan
               mal».

                   La despensera Eurínome, a su vez, le dijo estas palabras:

                   «Todo eso, en efecto, hija, lo has expresado con razón. Así que ve y dile tu
               consejo a tu hijo, y no lo ocultes, después de haberte lavado y coloreado las

               mejillas, y no acudas así con la cara bañada en lágrimas, que es mucho peor
               apenarse de continuo sin cesar. Ya ha cumplido, pues, tu hijo esa edad que tú
               tanto rogabas a los dioses inmortales, ya puedes ver su primer bozo».

                   Respondióla enseguida la muy prudente Penélope:

                   «Eurínome, aunque estés muy afligida por mí, no me pidas que lave mi
               rostro y lo coloree con ungüentos, porque su tersura la echaron a perder los

               dioses que tienen el Olimpo cuando él partió con las cóncavas naves. Así que
               manda a Autónoe e Ifidamía que vengan, por favor, para que estén a mi lado
               en  las  salas.  Pues  no  voy  a  ir  sola  en  medio  de  los  hombres.  Me  daría
               vergüenza».

                   Así dijo, y la anciana salió cruzando la estancia a decírselo a las mujeres y
               mandarlas que acudieran. Mas algo distinto pensó Atenea, la de glaucos ojos.
               Sobre la hija de Icario derramó dulce sueño y ella se durmió sentada en su silla

               y todos sus nervios se le relajaron, mientras que la divina entre las diosas le
               procuraba  sus  divinos  dones  para  suscitar  la  admiración  de  los  aqueos.  En
               primer  lugar  lavó  su  bello  rostro  con  el  ungüento  inmortal  con  el  que  se
               acicala  Citerea,  la  de  bella  corona,  cuando  acude  al  coro  encantador  de  las
               Gracias. La hizo más esbelta y más lozana de figura, y la dejó más blanca que
               el pulido marfil. Tras haber obrado así, se marchó la divina entre las diosas.
   189   190   191   192   193   194   195   196   197   198   199