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Llegaron las criadas de níveos brazos desde las otras salas, avanzando con
               griterío. El dulce sueño abandonó a Penélope. Se enjugó ambas mejillas y dijo:

                   «¡Qué suave sopor me sobrevino a pesar de mis tristes dolores! ¡Ojalá que
               tan suave muerte me diera la santa Ártemis ahora mismo, para que no pase mi
               vida con corazón acongojado, añorando las múltiples virtudes de mi esposo
               querido, que era el más insigne de los aqueos!».


                   Diciendo  así  bajaba  de  sus  relucientes  estancias  no  sola,  sino  que  a  sus
               lados la escoltaban dos criadas. Cuando se presentó ante los pretendientes la
               divina entre las mujeres, se detuvo junto a la columna que sostenía el techo
               bien  construido  sosteniendo  ante  sus  mejillas  el  vaporoso  velo.  Una  fiel
               doncella la acompañaba por cada lado. A ellos se les estremecieron las rodillas
               y  la  pasión  perturbóles  el  ánimo.  Todos  sintieron  anhelos  de  acostarse  a  su
               lado en un lecho. Ella, por su parte, dirigióse a Telémaco, su querido hijo:


                   «¡Telémaco, no tienes aún firme la comprensión ni la cordura! Cuando eras
               aún niño actuabas con más provecho en tu mente. En cambio, ahora que eres
               mayor y alcanzas la edad de la juventud, y cualquiera, aun si fuera un extraño,
               afirmaría que eres hijo de un hombre feliz y rico, al observar tu prestancia y tu
               belleza, no tienes ya pensamientos apropiados ni previsión. ¡Qué acción es la
               que  se  ha  cometido  en  nuestra  casa!  ¡Y  tú  dejaste  que  un  forastero  fuera
               ultrajado  así!  ¿Cómo  es  que  ahora,  cuando  el  huésped  estaba  albergado  en

               nuestro  palacio,  pudo  sufrir  tan  dolorosa  agresión?  Eso  podría  procurarte
               deshonor e infamia ante la gente».

                   A ella, a su vez, la contestaba el juicioso Telémaco:

                   «Madre  mía,  no  voy  a  enfadarme  contigo  porque  estés  enojada  por  eso.
               Mas yo contemplo en mi ánimo y juzgo cada hecho, los mejores y los peores.
               Antes era todavía niño. No obstante, no puedo sopesar con buen juicio todo,

               pues me presionan de un lado y de otro éstos, los que aquí andan maquinando
               males,  y  no  tengo  quien  me  ayude.  Por  lo  demás,  la  pendencia  entre  el
               extranjero e Iro no sucedió por la voluntad de los pretendientes, y en la lucha
               él  fue  más  fuerte.  ¡Ojalá,  pues,  oh  Padre  Zeus,  Atenea  y  Apolo,  que  ahora
               bambolearan la cabeza los pretendientes, vencidos en nuestro hogar, unos en el
               atrio y otros en el interior de la casa, y tuvieran todos sus rodillas flojas, como
               ahora  ese  Iro,  que,  en  las  puertas  del  patio,  está  sentado  con  la  cabeza

               vacilante, igual que un borracho! No es capaz de tenerse en pie ni de volverse
               andando a su casa, porque sus articulaciones no le sostienen».

                   Así  ellos  hablaban  entre  sí  con  estas  frases.  Y  Eurímaco  se  dirigió  a
               Penélope con estas palabras.

                   «Hija de Icario, muy prudente Penélope, si todos los aqueos pudieran verte
               en la jónica Argos, muchos más pretendientes iban a acudir a vuestra casa, a
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