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«¡Lárgate, viejo, de ese portal, no sea que pronto te saque a rastras de un
pie! ¿No te das cuenta de que todos me hacen ya guiños y me incitan a que te
arrastre afuera? A mí, sin embargo, me da reparos. ¡Conque, venga, que
nuestra disputa no nos fuerce a llegar a las manos!».
Mirándole torvamente le replicó el muy astuto Odiseo:
«Infeliz, yo no te hago nada malo ni te lo digo, y no impido a nadie que
coja y te dé por mucho que sea. Este portal puede acogernos a los dos, y no
debes envidiar nada de otros. Me parece que eres, como yo, un vagabundo, y
la prosperidad se ocupan de otorgarla los dioses. No te empeñes mucho en
llegar a las manos, no sea que me enfurezcas. No vaya a ser que, aunque soy
viejo, te cubra de sangre los morros y el pecho. Así lograría más tranquilidad
para mañana, pues creo que no pensarías en volver de nuevo a la mansión de
Odiseo, hijo de Laertes».
Enfureciéndose le contestaba el vagabundo Iro:
«¡Vaya, qué suelto palabrea este tragón, parecido a una vieja junto a la
lumbre! Podría hacerle muchos quebrantos si le aporreo con mis dos manos, y
si le sacara y desperdigara por el suelo todos los dientes de sus mandíbulas,
como los de un jabalí destrozador de las mieses. Cíñete ya tu ropa, para que
todos éstos nos vean y arbitren mientras peleamos. ¿Cómo vas a luchar tú con
un hombre más joven?».
Así ellos, por delante del alto portalón, sobre el pulido umbral se iban
irritando con montante furia. Se dio cuenta de esto el sagrado vigor de Antínoo
y, echándose a reír de contento, empezó a convocar a los pretendientes:
«¡Eh, amigos, algo como esto no ha ocurrido aquí hasta ahora! ¡Qué
diversión nos ha enviado un dios a esta casa! El extranjero e Iro están riñendo
uno con otro y van a pelear con sus manos. Así que, aprisa, animémoslos».
Así habló y todos acudieron entre risas, y se reunieron en torno de los dos
pobres harapientos. Entre ellos tomó la palabra Antínoo, hijo de Eupites:
«Prestadme atención, pretendientes, porque voy a decir algo. Sobre las
brasas están esas tripas de cabras que dispusimos para la cena rellenándolas de
grasa y de sangre. Que aquel de los dos que venza y quede triunfador venga
luego y coja de ellas lo que quiera. Y siempre, en adelante, banqueteará con
nosotros, y no dejaremos a ningún otro mendigo venir aquí dentro a pedir».
Así habló Antínoo y los demás aprobaron su propuesta. A ellos, planeando
engaños, les dijo el muy astuto Odiseo:
«Amigos, de ningún modo le es fácil luchar contra alguien más joven a un
hombre viejo, atribulado por la miseria. Pero me obliga el estómago de ruines
hábitos a que me someta a sus golpes. Conque, sea, ahora prestadme todos un