Page 186 - La Odisea alt.
P. 186
acostumbrado a insultar siempre con vocablos ofensivos, e incita además a
otros!».
Así dijo y dirigía a Antínoo sus palabras aladas: «¡Antínoo, pues sí que te
preocupas por mí como un padre por su hijo, tú que ordenas expulsar de la sala
al extranjero con un discurso violento! ¡Que la divinidad no lo permita! Coge
algo y dáselo. No te obligo, sino que yo te lo ruego. No tengas miramientos en
eso ni por mi madre ni por ninguno de los siervos que hay en la casa del
divino Odiseo. Pero, desde luego, no tienes tal propósito en tu mente, porque
prefieres comer sin tasa a dar algo a otro».
Contestándole le dijo entonces Antínoo: «Jactancioso Telémaco, de
desbocada audacia, ¿qué dices? Si otro tanto le ofrecieran todos los
pretendientes se mantendría lejos de esta casa hasta tres meses».
Así dijo, y le amenazó tomando de debajo de la mesa el escabel donde
apoyaba sus robustos pies. Pero todos los demás le dieron y llenaron su zurrón
de pan y de carne. Pronto se disponía ya Odiseo a retirarse junto a la puerta
para saborear los dones de los aqueos. Pero se paró frente a Antínoo y le dijo
estas palabras:
«¡Dame algo, amigo! No me parece que seas el más pobre de los aqueos,
sino el más noble, y tienes aspecto de rey. Por eso debes darme aún más
comida que los otros. Y así yo expandiría tu fama por la tierra sin fin.
»También yo en otro tiempo habitaba una próspera casa y, feliz entre la
gente, solía dar a un vagabundo semejante, fuera quien fuera el que llegara
necesitado de todo. Tenía innumerables esclavos y otras muchas cosas, como
tienen los que viven a lo grande y se llaman ricos. Pero Zeus Crónida me
arruinó. Sin duda así fue su voluntad. Él me impulsó a marchar, junto a
vagabundos piratas, a Egipto, un largo viaje, para mi destrucción.
»Atraqué en el río Egipto mis naves de curvos costados. Ordené a mis
compañeros fieles que permanecieran allí en los barcos y defendieran las
naves, y mandé a algunos observadores que fueran a explorar. Éstos, sin
embargo, se dejaron llevar de la violencia, impulsados por su bravura, y al
pronto empezaron a saquear los bellos campos de los egipcios, raptaban a las
mujeres y asesinaban a niños y hombres. Pronto el griterío llegó hasta la
ciudad, y los demás, al oír la alarma, acudieron en masa al rayar el alba.
Llenóse todo el terreno de infantes y jinetes y resplandor del bronce. Zeus, que
se deleita en el rayo, empujó a mis hombres a una vergonzosa fuga. Ninguno
se atrevió a resistir el ataque. Los daños vinieron de todas partes. Allí mataron
a muchos de los nuestros con el afilado bronce y a muchos se los llevaron
prisioneros para que trabajaran a su servicio por la fuerza. A mí me entregaron
a un extranjero que estaba allá, a Dmétor Yásida, que remaba con poderío en
Chipre. Desde donde vengo ahora padeciendo desgracias».