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un hombre necesitado».
Respondiéndole le dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Zeus soberano, ojalá Telémaco sea feliz entre los hombres y obtenga
todo cuanto desea en su mente!».
Así habló, lo aceptó todo y lo puso allí ante sus pies, sobre su zarrapastroso
zurrón, y empezó a comer mientras cantaba el aedo en la sala. Cuando ya
había comido y dejó de cantar el divino aedo, los pretendientes se pusieron a
alborotar a lo largo y ancho del salón. Entonces Atenea acudió junto al
Laertíada Odiseo y lo impulsó a recoger mendrugos de pan entre los
pretendientes, para que conociera quiénes eran dadivosos y quiénes
mezquinos.
Pero ni con eso iba ninguno a evitar su ruina final. Comenzó él a andar por
allí mendigando a uno por uno desde la derecha, tendiendo siempre la mano
como si fuese un mendigo corriente. Ellos se compadecían de él y le daban
algo, con cierta sorpresa, preguntándose unos a otros por él y de dónde habría
salido.
Entonces tomó la palabra Melantio, el cabrero:
«Prestadme atención, pretendientes de la ilustre reina, acerca de este
extranjero. Pues yo ya lo había visto antes, cuando lo traía hacia aquí el
porquerizo, pero de él no sé ni de qué estirpe dice ser».
Así habló, y Antínoo se puso a regañar al porquerizo con estas palabras:
«Eh, ilustre porquero, ¿por qué trajiste a éste a la ciudad? ¿Es que no
tenemos bastantes vagabundos ya, molestos pedigüeños, escorias de nuestros
banquetes? ¿O acaso intentas que devoren la hacienda de tu amo reuniéndolos
acá y por eso tú has invitado a éste?».
Respondiéndole dijiste tú, porquerizo Eumeo:
«Antínoo, no haces nobles discursos, por muy noble que seas. ¿Quién pues
viniendo acá invitaría a un extranjero de otro país, a no ser que fuera algún
artesano de útil oficio, un adivino o un curador de enfermedades o un
carpintero, o incluso un cantor inspirado, que deleita con sus cantos? Éstos
son, en efecto, gentes apreciadas en toda la tierra infinita. Pero nadie invitaría
a un vagabundo que viene a mendigar. Siempre eres el más agresivo con los
siervos de Odiseo, y de manera especial conmigo. Sin embargo, no me apuro
por eso, mientras la prudente Penélope viva en la mansión y con ella Telémaco
de aspecto divino».
A su vez el juicioso Telémaco le decía:
«¡Calla, no repliques mucho a las palabras de ése! ¡Antínoo está