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«¡Ojalá, extranjero, se viera cumplida esa profecía! Pronto conocerías mi
amistad y tendrías muchos regalos míos, de modo que cualquiera que se
encontrara contigo te llamaría feliz».
Mientras que así ellos conversaban unos con otros, los pretendientes se
divertían delante del palacio de Odiseo, como de costumbre, lanzando discos y
jabalinas en un terreno apropiado, despreocupados del todo. Mas cuando se
hizo la hora de cenar y llegaron las ovejas de uno y otro rebaños de los
campos, traídas por sus pastores, entonces les habló Medonte, que de los
heraldos era el más grato a los pretendientes y que les acompañaba en su
festín:
«Muchachos, puesto que ya todos habéis divertido vuestro ánimo con los
juegos, andad a la casa para que nos preparemos el banquete. No es nada
desagradable tomar la cena a su hora».
Así dijo, y ellos se alzaron y obedecieron su aviso. Luego que llegaron a
las confortables salas, depositaron sus mantos sobre los bancos y las sillas, y
sacrificaron gruesas ovejas y pingües cabras, y mataron gordos cochinos y una
vaca del rebaño, disponiendo la cena.
Los otros, Odiseo y el divino porquerizo, se aprestaban a ir del campo a la
ciudad. De ellos tomó la palabra el primero el porquero, mayoral de los
siervos:
«Forastero, ya que deseas marchar a la ciudad hoy mismo, como lo
indicaba mi patrón, así sea. De verdad que yo preferiría dejarte aquí, como
guardián de los establos, pero le tengo respeto y temor, no vaya a ser que me
haga reproches, y suelen ser duros los reproches de los amos. Así que, venga,
vámonos ahora. Pues ya ha pasado mucho día, y pronto, al atardecer, hará
peor».
Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:
«Me doy cuenta y pienso en ello. Hablas a quien bien lo sabe. Conque
vámonos, y tú guía a lo largo de todo el camino. Dame, si tienes por ahí, algún
batón bien cortado para que me apoye, ya que decís que es resbaladiza la
senda».
Así dijo y sujetóse a los hombros el zaparrastroso zurrón muy remendado
con una cuerda retorcida. Eumeo le dio luego un bastón adecuado. Ambos
echaron a andar. En el establo se quedaron, guardándolo, perros y pastores.
Hacia la ciudad Eumeo guiaba a su amo, con el aspecto de un mendigo mísero
y viejo, apoyado en su bastón, y vestido con ropas andrajosas.
Pronto, en su bajada por un sendero empinado, estuvieron cerca de la
ciudad y llegaron junto a una fuente de piedras con un hermoso chorro, adonde