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acudían a por agua los ciudadanos. La habían construido Ítaco, Nérito y
Políctor. La rodeaba en círculo un bosquecillo de acuáticos chopos y el agua
fresca manaba desde lo alto de la piedra. En lo más alto habían levantado un
altar a las Ninfas, donde hacían sacrificios todos los caminantes. Allí les salió
al encuentro Melantio, hijo de Dolio, que conducía unas cabras, las mejores de
todos sus rebaños, para agasajo de los pretendientes. Le seguían dos cabreros.
Apenas los vio se puso a insultarlos, y les voceaba palabras brutales y
ofensivas. Irritó el corazón de Odiseo.
«¡Ahora sí que, como se ve, un bribón dirige a un bribón, que siempre la
divinidad enlaza al semejante con su semejante! ¿Adónde llevas a ese gorrón,
miserable porquero, a ese mendigo asqueroso, basura de un banquete?
Arrimándose a muchas puertas se rascará los hombros mientras mendiga
mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras para guarda de mis
establos, para barrer el suelo y llevar forraje a los cabritos, tal vez bebería el
suero de la leche para engordar sus muslos. Pero, como ya sabe de muchas
mañas, no querrá esforzarse en el trabajo, sino que preferirá mendigar limosna
encorvado ante la gente para alimentar su vientre insaciable. Pero te diré otra
cosa y esto va a quedar cumplido: si se acerca a la mansión del divino Odiseo,
muchas banquetas tiradas a su cabeza por las manos de los pretendientes va a
recibir en sus lomos, en la casa, cuando sea objeto de sus ataques».
Así habló, y, al pasar, con gesto brutal, le atizó una patada en la cadera.
Mas no lo derribó ni apartó del camino, sino que Odiseo resistió firme, en
tanto que dudaba si le quitaría la vida, a golpes de bastón, o si lo tumbaría en
el suelo, agarrándolo por la cabeza. Pero se contuvo, lo soportó con coraje.
Pero el porquero lo insultó, mirándolo cara a cara, y levantó las manos y
suplicó en voz alta:
«¡Ninfas de la fuente, hijas de Zeus, si alguna vez Odiseo quemó en
vuestro honor muslos de ovejas o de cabritos, recubiertos de pingüe grasa,
cumplidme este ruego: que él regrese y lo conduzca aquí un dios! Entonces sí
que vengaría todas esas insolencias que tú ahora, con aires de bravucón, traes
y llevas, vagando siempre por la ciudad. Desde luego los malos pastores echan
a perder los rebaños».
Le contestó, a su vez, Melantio, el pastor de las cabras:
«¡Vaya, vaya lo que ha dicho este perro experto en ruindades, al que yo
alguna vez en negra nave de buenos remos sacaré lejos de Ítaca para venderlo
con buena ganancia! ¡Ojalá a Telémaco lo asaeteara Apolo de arco de plata
hoy mismo en palacio, o que cayera a manos de los pretendientes, como que
ya Odiseo perdió bien lejos el día del regreso!».
Diciendo esto los pasó de largo, ya que ellos caminaban despacio, y él se