Page 178 - La Odisea alt.
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«Amigo, tampoco yo tengo ganas de quedarme. Para un pobre es mejor ir a
la ciudad y por los campos a mendigar su pitanza. Y me dará quien quiera. No
soy yo, desde luego, de poca edad, como para quedarme en la majada a
obedecer en todo al que manda y hace encargos. Así que márchate. A mí me
guiará luego este hombre, al que se lo mandas, en cuanto me caliente al fuego
y el sol difunda calor. Tengo estas míseras ropas en un estado terrible. No vaya
a matarme el frío del alba. El poblado, decís, está lejos».
Así habló, y pronto Telémaco dejó atrás la majada, caminando a grandes
pasos. Meditaba daños a los pretendientes. Y en cuanto llegó a su bien
habitado palacio, se detuvo, dejó la lanza apoyada en una alta columna, y entró
en el interior, cruzando el pétreo umbral.
La primera en verlo fue la nodriza, Euriclea, que estaba extendiendo unas
pieles sobre los torneados asientos, y enseguida corrió llorosa hacia él. De uno
y otro lado acudieron las otras siervas del intrépido Odiseo, y le abrazaban y
besaban su cabeza y sus hombros. Desde su alcoba acudió la muy prudente
Penélope, parecida a Ártemis o a la áurea Afrodita. Ella rodeó con ambos
brazos llorando a su hijo y le besó la cabeza y sus bellos ojos, y, entre
sollozos, le decía estas palabras aladas:
«¡Has vuelto Telémaco, mi dulce luz! Ya creía yo que no iba a verte más,
después de que te fueras en tu nave hacia Pilos a escondidas, contra mi
voluntad, para escuchar noticias sobre tu padre. Bueno, venga, cuéntame todo
lo que has visto en tu viaje».
A su vez, el juicioso Telémaco la contestaba:
«Madre mía, no me muevas al llanto ni me acongojes el ánimo en el pecho,
después de haber escapado a una brusca muerte. Más bien date un baño, ponte
encima tus refulgentes joyas, sube a la estancia de arriba con tus criadas de
casa, y promete sacrificar hecatombes completas a todos los dioses si Zeus
cumple una justa venganza. Yo, por mi cuenta, voy a ir hasta la plaza a invitar
al extranjero que me acompañó a mi vuelta. Lo envié por delante con
compañeros semejantes a dioses, y a Pireo le ordené que lo llevara a su casa
amablemente y le acogiera y le honrara como amigo, hasta que yo acudiera».
Así habló y para ella fue una palabra sin alas. Así que se dio un baño, se
puso un vestido reluciente y prometió a todos los dioses ofrecerles hecatombes
completas en sacrificio, si Zeus cumplía los actos de venganza.
Telémaco salió luego a grandes pasos de la sala y recogió su lanza. Lo
escoltaban unos perros de patas veloces. Sobre él vertía su gracia divina
Atenea. Toda la gente lo veía pasar admirada. En torno los pretendientes
soberbios se reunían saludándole con palabras afables, pero maquinando males
en sus mentes. Él esquivó pronto el numeroso gentío, y fue a sentarse allí