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punto Atenea, acudiendo junto al Laertíada Odiseo, lo tocó con su varita y lo
convirtió de nuevo en un viejo, y revistió su cuerpo con míseras ropas, para
que no lo reconociera el porquerizo al encontrárselo cara a cara y se lo dijera a
la prudente Penélope, sin guardar el secreto. Y Telémaco fue el primero en
tomar la palabra:
«¡Has vuelto, divino Eumeo! ¿Qué rumor corre por la ciudad? ¿Acaso los
soberbios pretendientes han vuelto de su emboscada o aún siguen al acecho
para cuando yo regrese a mi casa?».
Respondiendo le contestaste tú, porquerizo Eumeo:
«No me paré a averiguar y preguntarlo cuando bajé a la ciudad. Mi ánimo
me impulsaba a dar aprisa el mensaje y volverme de nuevo acá. Avanzó
conmigo un enviado presuroso de tus compañeros, un heraldo, que fue el
primero en darle noticias a tu madre. En todo caso, sé lo siguiente, porque lo
vi con mis ojos. Ya andaba yo de camino por las afueras de la ciudad, por
donde queda la colina de Hermes, cuando divisé una nave rauda que entraba
en nuestro puerto, y muchos hombres iban a bordo. Estaba llena de escudos y
lanzas de doble punta, y me figuré que eran ellos, pero no sé nada más».
Así habló y sonrió el sagrado ánimo de Telémaco, mientras echaba con sus
ojos una mirada a su padre y esquivaba la del porquero. Cuando ellos hubieron
acabado el trabajo y preparado la cena, se pusieron a comer y su ánimo no
echaba en falta nada de un completo festín. Y cuando hubieron saciado su
apetito de comida y bebida, pensaron en la cama y acogieron el regalo del
sueño.
CANTO XVII
Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, cuando al instante se
ató a los pies las bellas sandalias Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo,
tomó la robusta lanza bien encajada en su mano, presuroso por marchar a la
ciudad, y dijo al porquerizo:
«Abuelo, yo me voy a la ciudad, para que me vea mi madre. Pues creo que
no va a cejar en su afligido llanto y su quejumbroso gemir hasta que me vea en
persona. A ti te encargo de esto: lleva a este desdichado extranjero a la ciudad
para que allí mendigue su pitanza. El que quiera le dará algo de pan y un vaso
de vino. A mí no me es posible mantener a todo el mundo, aunque me aflija en
mi ánimo. En cuanto al extranjero, si se enfada mucho, peor será para él. A mí
me gusta decir la verdad».
Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo: