Page 177 - La Odisea alt.
P. 177

punto Atenea, acudiendo junto al Laertíada Odiseo, lo tocó con su varita y lo
               convirtió de nuevo en un viejo, y revistió su cuerpo con míseras ropas, para
               que no lo reconociera el porquerizo al encontrárselo cara a cara y se lo dijera a
               la prudente Penélope, sin guardar el secreto. Y Telémaco fue el primero en
               tomar la palabra:

                   «¡Has vuelto, divino Eumeo! ¿Qué rumor corre por la ciudad? ¿Acaso los
               soberbios pretendientes han vuelto de su emboscada o aún siguen al acecho

               para cuando yo regrese a mi casa?».

                   Respondiendo le contestaste tú, porquerizo Eumeo:

                   «No me paré a averiguar y preguntarlo cuando bajé a la ciudad. Mi ánimo
               me  impulsaba  a  dar  aprisa  el  mensaje  y  volverme  de  nuevo  acá.  Avanzó
               conmigo  un  enviado  presuroso  de  tus  compañeros,  un  heraldo,  que  fue  el
               primero en darle noticias a tu madre. En todo caso, sé lo siguiente, porque lo

               vi con mis ojos. Ya andaba yo de camino por las afueras de la ciudad, por
               donde queda la colina de Hermes, cuando divisé una nave rauda que entraba
               en nuestro puerto, y muchos hombres iban a bordo. Estaba llena de escudos y
               lanzas de doble punta, y me figuré que eran ellos, pero no sé nada más».

                   Así habló y sonrió el sagrado ánimo de Telémaco, mientras echaba con sus
               ojos una mirada a su padre y esquivaba la del porquero. Cuando ellos hubieron

               acabado el trabajo y preparado la cena, se pusieron a comer y su ánimo no
               echaba  en  falta  nada  de  un  completo  festín.  Y  cuando  hubieron  saciado  su
               apetito  de  comida  y  bebida,  pensaron  en  la  cama  y  acogieron  el  regalo  del
               sueño.




                                                    CANTO XVII


                   Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, cuando al instante se

               ató a los pies las bellas sandalias Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo,
               tomó la robusta lanza bien encajada en su mano, presuroso por marchar a la
               ciudad, y dijo al porquerizo:

                   «Abuelo, yo me voy a la ciudad, para que me vea mi madre. Pues creo que
               no va a cejar en su afligido llanto y su quejumbroso gemir hasta que me vea en
               persona. A ti te encargo de esto: lleva a este desdichado extranjero a la ciudad

               para que allí mendigue su pitanza. El que quiera le dará algo de pan y un vaso
               de vino. A mí no me es posible mantener a todo el mundo, aunque me aflija en
               mi ánimo. En cuanto al extranjero, si se enfada mucho, peor será para él. A mí
               me gusta decir la verdad».

                   Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:
   172   173   174   175   176   177   178   179   180   181   182