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Así habló Anfínomo y a los demás les pareció bien el consejo. Poco
después se levantaron y marcharon a la casa de Odiseo y, llegando allí, se
sentaron en los bien pulidos asientos.
Pero algo nuevo pensó la prudente Penélope: en aparecer ante los
pretendientes de soberbia arrogancia. Pues se había enterado en palacio de la
amenaza de muerte a su hijo. Se lo contó el heraldo Medonte, que oyó las
intrigas. Marchó hacia la sala seguida de sus doncellas, y, cuando llegó ante
los pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo erguida ante el pilar del
bien construido techo, manteniendo ante sus mejillas su sutil velo, y se dirigió
a Antínoo, le amonestaba y le decía:
«¡Antínoo, criminal, urdidor de maldades! ¡Y de ti dicen en el pueblo de
Ítaca que eres el mejor de los de tu edad en decisión y en palabras! Desde
luego que no te comportas como tal. ¡Insensato! ¿Por qué maquinas tú la
muerte y el final de Telémaco, y no respetas a los suplicantes, de los que Zeus
es protector? Impiedad es tramar maldades unos contra otros. ¿O no sabes
cómo llegó aquí tu padre, fugitivo, temeroso del pueblo? La gente, en efecto,
se había enfurecido mucho porque él, en compañía de los piratas tafios, había
dañado a los tesprotos, que eran aliados nuestros. Estaban dispuestos a matarlo
y a arrancarle el corazón y arramblar con sus numerosos y costosos bienes.
Pero Odiseo lo impidió y los contuvo, aunque estaban enfurecidos. De ése
ahora arruinas la casa, ignominiosamente, y pretendes a su mujer y quieres
matar a su hijo, y a mí me angustias a fondo. Por tanto, te ruego que te
contengas y exhortes a los demás a eso mismo».
A su vez la contestaba Eurímaco, hijo de Pólibo:
«¡Hija de Icario, prudente Penélope, no temas! Que eso no te angustie en tu
interior. No hay hombre alguno, ni va a surgir ni presentarse, que vaya a poner
sus manos sobre tu hijo Telémaco, mientras yo viva y contemple la luz del sol
en la tierra. Así pues te lo prometo, y así quedará cumplido: muy pronto su
negra sangre correría en torno a mi lanza, pues, en efecto, también a mí
Odiseo, el destructor de ciudades, muchas veces me hizo sentarme en sus
rodillas y en sus manos me dio a comer carne asada y rojo vino. Por eso para
mí Telémaco es el más querido con mucho de todos los humanos, y proclamo
que no ha de temer una muerte que venga de los pretendientes. La que envían
los dioses es imposible esquivarla».
Así dijo confortándola, pero él mismo planeaba esa muerte. Ella entonces
subió a las relucientes estancias de arriba, y luego se puso a llorar a Odiseo, su
querido esposo, hasta que Atenea de ojos glaucos vertió dulce sueño sobre sus
párpados.
Al atardecer llegó hasta Odiseo y su hijo el divino porquerizo. Los otros,
naturalmente, se preparaban ya la cena sacrificando un lechón de un año. Al