Page 176 - La Odisea alt.
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Así  habló  Anfínomo  y  a  los  demás  les  pareció  bien  el  consejo.  Poco
               después  se  levantaron  y  marcharon  a  la  casa  de  Odiseo  y,  llegando  allí,  se
               sentaron en los bien pulidos asientos.

                   Pero  algo  nuevo  pensó  la  prudente  Penélope:  en  aparecer  ante  los
               pretendientes de soberbia arrogancia. Pues se había enterado en palacio de la
               amenaza  de  muerte  a  su  hijo.  Se  lo  contó  el  heraldo  Medonte,  que  oyó  las
               intrigas. Marchó hacia la sala seguida de sus doncellas, y, cuando llegó ante

               los pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo erguida ante el pilar del
               bien construido techo, manteniendo ante sus mejillas su sutil velo, y se dirigió
               a Antínoo, le amonestaba y le decía:

                   «¡Antínoo, criminal, urdidor de maldades! ¡Y de ti dicen en el pueblo de
               Ítaca que eres el mejor de los de tu edad en decisión y en palabras! Desde
               luego  que  no  te  comportas  como  tal.  ¡Insensato!  ¿Por  qué  maquinas  tú  la
               muerte y el final de Telémaco, y no respetas a los suplicantes, de los que Zeus

               es  protector?  Impiedad  es  tramar  maldades  unos  contra  otros.  ¿O  no  sabes
               cómo llegó aquí tu padre, fugitivo, temeroso del pueblo? La gente, en efecto,
               se había enfurecido mucho porque él, en compañía de los piratas tafios, había
               dañado a los tesprotos, que eran aliados nuestros. Estaban dispuestos a matarlo
               y a arrancarle el corazón y arramblar con sus numerosos y costosos bienes.

               Pero  Odiseo  lo  impidió  y  los  contuvo,  aunque  estaban  enfurecidos.  De  ése
               ahora  arruinas  la  casa,  ignominiosamente,  y  pretendes  a  su  mujer  y  quieres
               matar  a  su  hijo,  y  a  mí  me  angustias  a  fondo.  Por  tanto,  te  ruego  que  te
               contengas y exhortes a los demás a eso mismo».

                   A su vez la contestaba Eurímaco, hijo de Pólibo:

                   «¡Hija de Icario, prudente Penélope, no temas! Que eso no te angustie en tu
               interior. No hay hombre alguno, ni va a surgir ni presentarse, que vaya a poner

               sus manos sobre tu hijo Telémaco, mientras yo viva y contemple la luz del sol
               en la tierra. Así pues te lo prometo, y así quedará cumplido: muy pronto su
               negra  sangre  correría  en  torno  a  mi  lanza,  pues,  en  efecto,  también  a  mí
               Odiseo,  el  destructor  de  ciudades,  muchas  veces  me  hizo  sentarme  en  sus
               rodillas y en sus manos me dio a comer carne asada y rojo vino. Por eso para
               mí Telémaco es el más querido con mucho de todos los humanos, y proclamo

               que no ha de temer una muerte que venga de los pretendientes. La que envían
               los dioses es imposible esquivarla».

                   Así dijo confortándola, pero él mismo planeaba esa muerte. Ella entonces
               subió a las relucientes estancias de arriba, y luego se puso a llorar a Odiseo, su
               querido esposo, hasta que Atenea de ojos glaucos vertió dulce sueño sobre sus
               párpados.

                   Al atardecer llegó hasta Odiseo y su hijo el divino porquerizo. Los otros,

               naturalmente, se preparaban ya la cena sacrificando un lechón de un año. Al
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