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quién nos respeta y nos teme en su ánimo, y quién nos ignora y te desprecia

               siendo tú quien eres».

                   Respondiéndole le hablaba así su ilustre hijo:

                   «Padre, vas a conocer, creo, de aquí en adelante mi talante. Porque en nada
               me retienen flaquezas de ánimo. Sin embargo eso no creo que nos resulte una
               ventaja  a  nosotros  dos.  Te  ruego  que  lo  pienses.  Tardarás  en  saber  algo

               probando a cada uno, examinando sus acciones, mientras que ésos a su gusto
               en  el  palacio  devoran  tus  bienes  sin  reparos,  sin  ahorro  alguno.  Pero  yo  te
               exhorto a que nos informemos de las mujeres quiénes te deshonran y quiénes
               son  inocentes.  Respecto  a  los  hombres  no  quisiera  ir  por  las  majadas  a
               ponerlos a prueba, sino que dejemos esta tarea para luego, si de verdad sabes
               algún augurio de Zeus portador de la égida».

                   Mientras ellos charlaban de todo esto uno con otro, llegó al puerto de Ítaca

               la bien construida nave, que desde Pilos había transportado a Telémaco y sus
               compañeros. En cuanto éstos se hallaron al fondo del hondo puerto, vararon en
               la  ribera  la  negra  nave  y  la  animosa  tripulación  sacó  de  ella  las  armas,  y
               enseguida llevaron a casa de Clitio los espléndidos regalos. Luego enviaron un
               heraldo a la mansión de Odiseo para darle a la prudente Penélope la noticia de
               que Telémaco estaba en el campo y que había dado órdenes de que la nave
               fuera a la ciudad, para que la noble reina dejara de verter su tierno llanto.


                   Coincidieron  ambos,  el  heraldo  y  el  divino  porquerizo  en  su  embajada,
               yendo a contar la noticia a su señora. Así que cuando llegaron a la mansión del
               divino rey, el heraldo proclamó delante de las criadas: «Al fin, ya, reina, ha
               vuelto  tu  querido  hijo».  Y  el  porquerizo,  situándose  junto  a  Penélope,  le
               comunicó todas las cosas que su hijo le había encargado contarle. Y después,
               en cuanto le hubo dicho del todo su encargo, emprendió el regreso hacia sus

               cerdos, dejando atrás los patios y el palacio.

                   Los pretendientes se afligieron y se entristecieron en su ánimo, y salieron
               de la gran sala arrimados al largo muro del atrio, y fueron a sentarse delante
               del portalón. Entre ellos tomó la palabra Eurímaco, hijo de Pólibo:

                   «¡Ah, amigos, menuda hazaña ha resultado este viaje audaz de Telémaco!
               Pensábamos  que  no  lo  lograría.  Bien,  vamos,  botemos  una  negra  nave,  la

               mejor  que  tengamos  y  dispongamos  remeros  para  ella,  de  manera  que,  de
               inmediato, digan a los demás que se vuelvan enseguida a esta casa».

                   Aún no lo acababa de decir cuando Anfínomo, volviendo la vista, divisó el
               barco ya dentro del hondo puerto y a sus tripulantes recogiendo las velas y con
               los  remos  en  los  brazos.  Echándose  a  reír  alegremente  les  dijo  a  sus
               compañeros:

                   «No enviemos ya ningún mensaje, que ya están aquí ésos. O bien alguno
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