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de los dioses se lo hizo saber o ellos mismos vieron pasar de largo el navío y
no pudieron darle alcance».
Así habló y los demás se levantaron y marcharon por la orilla marina.
Pronto dejaron la negra nave sobre la ribera, y sacaron los arreos sus bravos
servidores. Ellos marcharon todos juntos a la plaza sin dejar que ningún otro,
ni joven ni viejo, se les uniera. Entre ellos tomó la palabra Antínoo, hijo de
Eupites:
«¡Ay, ay, cómo libraron a ese joven de la muerte los dioses! Durante días
estuvieron los vigías en las cimas batidas por el viento, continuamente, en
turnos constantes. Al ponerse el sol nunca dormimos por la noche en tierra,
sino que nos quedamos en alta mar en nuestra negra nave hasta la divina
aurora, acechando a Telémaco, para capturarlo y matarlo allí. Pero he aquí que
entre tanto lo trajo a su casa el destino. Bien, preparémosle aquí nosotros a
Telémaco una cruel muerte, y que no se nos escape. Pues creo que, mientras él
siga vivo, no se cumplirán nuestros planes. Por su inteligencia y su decisión él,
en efecto, es muy capaz y las gentes del pueblo no están ya, de ningún modo,
bien dispuestas hacia nosotros. Así que actuad antes de que él reúna a los
aqueos en el ágora. No creo pues que vaya a ceder en nada, sino que vendrá
enfurecido y alzándose ante todos les dirá que tramábamos su pronta muerte,
pero no la hemos conseguido. Y ellos, en cuanto le escuchen, no aprobarán
estas malignas acciones. ¡Ojalá no nos causen daños y nos expulsen de nuestra
tierra y tengamos que emigrar a un país extraño! Mas apresurémonos a
capturarlo en el campo, lejos de la ciudad, o en el camino. Y quedémonos con
sus bienes y hacienda nosotros, repartiéndolos con equidad, y, por otra parte,
permitamos que se queden la casa su madre y aquel que se case con ella. Si
este consejo os desagrada, y preferís, en cambio, que él viva y conserve toda la
fortuna paterna, no sigamos devorando todos juntos sus abundantes bienes,
reuniéndonos aquí, sino que cada uno desde su propia casa continúe el cortejo
ofreciendo a su madre sus regalos de boda. Y que ella pueda luego desposarse
con quien más le ofrezca y le esté destinado».
Así dijo, y todos los demás se quedaron quietos y en silencio. Entre ellos
tomó la palabra y empezó a hablar Anfínomo, el ilustre hijo de Niso, el
soberano Aretíada, que desde la herbosa Duliquio de amplios trigales
acaudillaba a los pretendientes y de modo especial agradaba a Penélope por
sus palabras, pues era de buen corazón. Éste, con pensamiento benévolo,
comenzó a hablar y dijo:
«Amigos, yo al menos no quisiera asesinar a Telémaco. Es horrible dar
muerte a alguien de estirpe real. Así que, antes, consultemos los designios de
los dioses. Si las leyes del gran Zeus lo aprobaran, yo mismo lo mataré e
incitaré a todos los demás. Pero si los dioses lo rechazan, opino que debemos
dejarlo».