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Atenea de ojos glaucos les enviaba un viento favorable, que soplaba con
fuerza en el aire, para que siempre avante marchara el navío presuroso sobre el
agua salina del mar. Pasaron costeando Crunos y el Calcis de hermosa
corriente. Se sumergió el sol y comenzaron a llenarse de sombra las rutas.
Empujado por el viento favorable de Zeus el barco avanzaba hacia Feas y por
delante de la divina Élide, donde gobiernan los epeos. Desde allí lo dirigió a
las islas puntiagudas dudando si escaparía a la muerte o lo capturarían.
Por otra parte, Odiseo y el divino porquerizo cenaban en la cabaña, y junto
a ellos tomaban su cena los demás pastores. Una vez que hubieron saciado su
apetito de comida y bebida, les habló Odiseo, que quería poner a prueba al
porquerizo para ver si lo albergaba sinceramente y le invitaba a quedarse allí,
junto a los establos, o bien lo despachaba hacia la ciudad.
«¡Escúchame ahora, Eumeo, y también los demás compañeros! Deseo salir
hacia el poblado muy de mañana a mendigar, para no causaros agobio a ti y a
los compadres. Así que indícamelo bien y ofréceme además un buen guía que
me lleve hasta allí. Por la ciudad vagaré por fuerza yo solo, a ver si alguien me
da un vaso de vino y un pedazo de pan. Y llegándome a casa de Odiseo puedo
ofrecerle noticias a la prudente Penélope, y mezclarme con los soberbios
pretendientes, por si me dieran comida ellos que tienen tantas viandas. Luego
podría servirles para cualquier cosa a su gusto. Porque te voy a decir algo, y tú
escúchame y recuérdalo. Gracias al mensajero Hermes, que dispensa gracia y
renombre a las acciones de todos los humanos, en habilidad no puede competir
conmigo mortal alguno, en encender el fuego y astillar la leña seca, en repartir
las carnes, asarlas y escanciar el vino, en todo lo que sirven los más pobres a la
gente de alcurnia».
Le contestaste, muy apenado, tú, porquerizo Eumeo:
«¡Ah forastero! ¿Cómo penetró en tu mente semejante idea? Será que tú
sientes un intenso deseo de morir allá, ya que vas dispuesto a meterte entre la
turba de pretendientes cuya insolencia y brutalidad se alza hasta el cielo de
hierro. No son, en efecto, semejantes a ti los criados de éstos, sino jóvenes,
bien vestidos con mantos y túnicas, siempre lustrosos en sus cabezas y bellos
rostros, y están a sus órdenes. Sus bien pulidas mesas están rebosantes de pan,
carnes y vino. Así que, quédate, nadie está molesto por tu presencia, ni yo ni
ninguno de los compañeros de aquí conmigo. Más tarde, cuando vuelva el hijo
de Odiseo, él te vestirá con otras ropas, un manto y una túnica, y te escoltará a
donde el corazón y el ánimo te impulsen».
Le contestó al momento el muy sufrido divino Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, fueras tan querido a Zeus Padre como lo eres para mí, tú
que me salvaste del vagabundeo y la cruel miseria! No hay nada peor que la
vida errante para los mortales. Por el maldito estómago sufren malas