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Le respondió a su vez el juicioso Telémaco:
«Por entero, vástago de Zeus, como nos pides, vamos a contarle todo esto a
él, al llegar. Ojalá también me encuentre yo, al volver a Ítaca, a Odiseo en la
casa, y pueda contarle que regreso tras confirmar toda tu amistad y que traigo
conmigo tus muchos y preciosos regalos».
Mientras le decía esto voló a su derecha un ave, un águila que llevaba en
sus garras una oca blanca, grande, doméstica, de algún corral. La perseguían
chillando hombres y mujeres, y al llegar cerca de ellos torció hacia la derecha
por delante de los caballos. Al verlo se alegraron ellos, y a todos se les llenó el
ánimo de contento.
Entonces tomó la palabra el hijo de Néstor, Pisístrato:
«Explícanos, Menelao, de estirpe divina, señor de guerreros, si para
nosotros o para ti un dios nos envió este prodigio».
Así dijo. Meditó dubitativo Menelao, grato a Ares, cómo iba a responderle
con un juicio atinado. Pero se le anticipó y habló Helena, de amplio peplo:
«¡Escuchadme! Ahora voy a pronosticaros, tal como en mi corazón me
inspiran los dioses, lo que creo que va a realizarse. Como el águila arrebató a
una oca criada en la casa, llegando desde el monte, donde tiene su guarida y
sus crías, así Odiseo, después de sufrir muchos males y vagar largo tiempo,
volverá a su hogar y cumplirá su venganza. O acaso ya está en su tierra y
maquina el castigo de todos los pretendientes».
Respondióle a su vez el juicioso Telémaco:
«¡Que así ahora lo decida Zeus, el atronador esposo de Hera! En tal caso,
incluso allí, te veneraría como a una diosa».
Dijo y restalló el látigo sobre los caballos. Ellos muy veloces se lanzaron
por el llano atravesando fogosos la ciudad. Durante todo el día agitaron el
yugo que soportaban. Se puso el sol y comenzaban a llenarse de sombra las
calles cuando llegaron a Feras, a la casa de Diocles, hijo de Ortíloco, a quien
engendrara como hijo el río Alfeo. Allí pasaron la noche y éste les dio los
dones de hospitalidad.
Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, uncieron los caballos
y subieron al carro de vivos colores, y los guiaron saliendo del pórtico y del
rumoroso atrio. Azuzaron con el látigo a los corceles y éstos volaron gustosos.
Muy pronto llegaron a la escarpada ciudadela de Pilos, y entonces Telémaco le
decía al hijo de Néstor:
«¿Nestórida, podrías cumplirme de algún modo una petición mía,
esforzándote en el favor? Nos orgullecemos de ser huéspedes para siempre con
una amistad que viene de nuestros padres, y somos de la misma edad. Y este