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pruebas de mi amistad y muchos regalos de mi parte, al punto que cualquiera
al toparse contigo te llamaría feliz».
Dijo, y llamó a Pireo, un fiel compañero, y le habló:
«Pireo, hijo de Clitio, tú eres de todos quien mejor me obedece, entre los
compañeros que me han escoltado hasta Pilos. De nuevo ahora llévate a este
huésped mío a tu casa, para cuidarlo con franca amistad y honrarlo hasta que
yo llegue».
Le respondió entonces Pireo, famoso por su lanza:
«Telémaco, aunque tú te quedaras por aquí largo tiempo, yo cuidaré de él,
y no tendrá queja alguna de mi hospitalidad».
Después de decir esto, se subió al barco y ordenó a sus compañeros que
embarcaran y soltaran de nuevo las amarras de popa. Subieron ellos al
momento y se sentaron a los remos.
Telémaco anudóse en los pies sus bellas sandalias y recogió de la cubierta
del navío su robusta lanza, guarnecida de afilado bronce. Ellos soltaron las
amarras y avanzaron remando hasta la ciudad, como les había mandado
Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo. A quien, caminando a grandes
pasos, sus pies le llevaban a la majada, donde se albergaban sus cerdos
incontables, entre los que pasaba la noche el buen porquerizo, que tanto cariño
tenía hacia sus señores.
CANTO XVI
En la majada ambos, Odiseo y el divino porquerizo, apenas salió la Aurora
se pusieron a preparar su almuerzo, después de encender el fuego. Habían
enviado fuera a los pastores con las piaras de cerdos. Al aproximarse
Telémaco los perros de broncos ladridos empezaron a mover la cola y no
ladraban. Advirtió el divino Odiseo que los perros meneaban el rabo y le llegó
el ruido de dos pies. Enseguida le dijo a Eumeo estas palabras aladas:
«Eumeo, ahora se acerca aquí algún compañero tuyo, o tal vez algún
conocido, porque los perros no ladran, sino que mueven las colas. Y oigo un
rumor de pasos».
Aún no había acabado su frase, cuando su querido hijo se detuvo en la
entrada. Asombrado se alzó el porquerizo, y se le cayeron de las manos las
jarras en que andaba mezclando el vino rojo. Salió al encuentro de su señor, y
le besó la cabeza y los hermosos ojos y ambas manos, mientras vertía
abundantes lágrimas. Tal como un padre afectuoso acoge con cariño a su hijo,