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viaje aún más nos unirá en nuestra concordia. No me lleves más lejos de la
nave, vástago de Zeus, sino que déjame aquí. No sea que el anciano me
retenga en su palacio, deseoso de agasajarme como amigo. Debo volver ya a
mi patria».
Así habló, y el Nestórida reflexionó en su ánimo de qué modo le cumpliría
el deseo, comportándose de modo justo. Al meditarlo le pareció que lo mejor
sería lo siguiente: dirigió los caballos hacia la veloz nave y la orilla del mar, y
descargó en el barco, en la popa, los bellísimos regalos, las ropas y el oro que
le había dado Menelao. Y, dándole ánimos, le decía estas palabras aladas:
«Deprisa, embárcate ahora y da la orden a tus compañeros antes de que yo
llegue a mi casa y dé la noticia al anciano. Porque yo sé bien esto en mi ánimo
y mi mente: tal cual es de ánimo orgulloso, no va a permitírtelo, sino que
acudirá él en persona a invitarte, y no creo que volviera sin más. En otro caso
se quedará enojado».
Después de hablar así impulsó a los caballos de hermosas crines hacia la
ciudad de los pilios, y muy pronto llegó al palacio. Telémaco, convocando a
todos sus compañeros les ordenó:
«Disponed en orden el aparejo, amigos, en la negra nave, y subamos todos
a bordo, para proseguir nuestro camino».
Así dijo, los demás le escucharon y obedecieron, y enseguida se
embarcaban y se sentaban en sus bancos. Y mientras él se afanaba en esto y
decía sus plegarias y sacrificaba en honor de Atenea, se le acercó un hombre
venido de lejos, exiliado de Argos por haber dado muerte a otro, un adivino.
Por su linaje, era descendiente de Melampo, quien antaño viviera en Pilos,
nodriza de rebaños, y allí, con extraordinaria riqueza, habitaba un palacio entre
los pilios. Pero luego emigró a otro país, huyendo de su patria y del
magnánimo Neleo, el más admirable de sus pobladores, el cual le retuvo por la
fuerza sus inmensas riquezas todo un año entero, mientras que él estaba
apresado con severas cadenas, soportando duros dolores, en el palacio de
Fílaco, a causa de la hija de Neleo y de la angustiosa locura que había
infundido en su mente una espantosa divinidad, una Erinia. Pero escapó de la
muerte y condujo sus mugidoras vacas desde Fílaca a Pilos, y castigó por su
infame acción al divino Neleo, y se llevó una mujer para su hermano a su
hogar.
Luego partió para asentarse en un país ajeno, en Argos, tierra criadora de
caballos. Allí pues fijaba el destino que se quedara reinando sobre numerosos
argivos. Allí tomó esposa y construyó su mansión de alto techo, y engendró a
Antífates y Mantio, dos hijos poderosos. Antífates engendró al magnánimo
Oicles, y a su vez Oicles a Anfiarao, salvador de sus tropas, al que mucho
amaban Zeus portador de la égida y Apolo con una perfecta amistad. No llegó