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que ella misma había tejido. Helena, la divina entre las mujeres, escogió y alzó
               en sus manos uno de ellos, el que era el más hermoso por sus bordados y el
               más amplio. Relucía como una estrella. Estaba guardado en el fondo de todo.
               Y echaron a andar cruzando el palacio hasta llegar de nuevo junto a Telémaco.
               Y el rubio Menelao le dijo:

                   «¡Telémaco,  ojalá  que  el  regreso  te  lo  conceda  tal  cual  tú  anhelas  en  tu
               mente Zeus, el atronador esposo de Hera! De los objetos que en mi casa se

               guardan como tesoros te daré el más bello y apreciado. Te regalaré una crátera
               labrada, toda entera de plata, con los bordes coronados de oro. ¡Un trabajo de
               Hefesto! Me lo obsequió el héroe Fédimo, rey de los sidonios, cuando en su
               casa me albergó al pasar por allí a mi regreso. A ti quiero dártelo».

                   Después de hablar así, el héroe Atrida depositó la copa de doble asa en sus
               manos,  a  la  vez  que  dejaba  ante  él  la  crátera  refulgente,  toda  de  plata,  el
               vigoroso Megapentes que la había llevado. Se detuvo junto a ellos Helena de

               bello rostro, con el peplo en sus manos, y le hablaba y le decía:

                   «También  yo,  hijo  querido,  te  daré  a  ti  un  regalo:  este  recuerdo  de  las
               manos de Helena, para que en la hora de la muy anhelada boda se lo ponga tu
               esposa.  Hasta  entonces  guárdalo  en  palacio  bajo  la  custodia  de  tu  madre.
               ¡Ojalá llegues feliz a tu bien sólido hogar y a tu tierra patria!».


                   Diciendo esto, se lo puso en las manos y él lo aceptó contento. Y el héroe
               Pisístrato iba recogiendo los objetos y los colocaba en cestos, y se maravillaba
               de todos en su ánimo. Menelao de rubios cabellos comenzó a guiarles por el
               palacio,  y  les  invitó  a  sentarse  en  sillas  y  sillones.  Y  una  sirvienta  les
               derramaba el agua sobre las manos con su hermoso aguamanil dorado, sobre
               una bandeja de plata, para que se lavaran. Delante les colocó una pulida mesa.

                   La  respetable  despensera  trajo  y  sirvió  encima  el  pan  y  otros  muchos

               manjares,  generosa  con  todo  lo  que  tenían.  A  su  lado  el  hijo  de  Boetoo
               troceaba las carnes y distribuía las porciones. Escanciaba el vino el hijo del
               glorioso  Menelao.  Ellos  echaban  sus  manos  sobre  las  viandas  que  tenían
               servidas delante.

                   Luego  que  hubieron  saciado  su  apetito  de  comida  y  bebida,  entonces
               Telémaco y el ilustre hijo de Néstor engancharon los caballos y subieron al

               carro de vivos colores y lo condujeron fuera del pórtico y el rumoroso atrio.
               Tras ellos marchaba el Atrida, el rubio Menelao, llevando en su mano derecha
               el  vino  que  alegra  el  ánimo  en  una  copa  de  oro,  para  que  hicieran  sus
               libaciones antes de partir. Se paró ante los caballos y, saludándolos, dijo:

                   «Id  alegres,  muchachos,  y  dad  mis  saludos  también  a  Néstor,  pastor  de
               guerreros. Para mí, pues, fue tan amable como un padre, cuando luchábamos
               en Troya los hijos de los aqueos».
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