Page 157 - La Odisea alt.
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Así  habló  y  no  tardó  en  llegar  la  Aurora  de  áureo  trono.  Junto  a  ellos
               acudió  Menelao,  bueno  en  el  grito  de  guerra,  que  se  había  levantado  de  su
               lecho, de junto a Helena de luminosos cabellos. En cuanto lo avistó el querido
               hijo  de  Odiseo  a  toda  prisa  se  vistió  sobre  su  cuerpo  sus  resplandecientes
               vestidos y se echó sobre sus recios hombros su amplio manto, y se salió a la
               puerta. Y, parándose ante él, le decía el héroe Telémaco, el querido hijo del

               divino Odiseo:

                   «¡Menelao de estirpe divina, hijo de Atreo, señor de las tropas, ya es hora
               de  que  me  envíes  a  mi  querida  tierra  patria!  Porque  ya  anhela  mi  ánimo
               regresar a mi casa».

                   Le respondió luego Menelao, bueno en el grito de guerra:

                   «Telémaco, de ningún modo voy a retenerte aquí largo tiempo si ansias el
               regreso. Reprocharé, desde luego, a cualquiera que acoja a un huésped y que

               por amistad lo retenga demasiado o lo despache con excesiva premura. Todo
               lo  equilibrado  es  mejor.  Cierto  que  es  malo  por  igual  el  que  despide  a  un
               huésped que no quiere marcharse y el que retiene a uno ansioso de partir. Hay
               que acoger afectuosamente al viajero que llega y dejarlo partir cuando quiere.
               No obstante, espera hasta que te traiga mis bellos regalos y los coloque en tu
               carro, y los veas ante tus ojos, y yo ordene a las mujeres que preparen en el
               salón una comida con los abundantes víveres de la casa. Honor, fiesta y buen

               provecho a la par es viajar bien comido por la tierra sin fin. Y si quieres darte
               un paseo por la Hélade y el centro de Argos yo unciré pronto mis caballos para
               escoltarte, y te guiaré a las ciudades de su gente. Nadie nos dejará marchar sin
               más, sino que todos van a darnos algo para llevarnos, algún trípode de buen
               bronce, o un caldero, o dos mulas o una taza de oro».

                   Le contestaba, a su vez, el juicioso Telémaco:


                   «Atrida Menelao de estirpe divina, señor de las tropas, quiero volverme ya
               a  mi  casa,  porque,  al  marcharme,  no  designé  ningún  vigilante  de  mis
               posesiones.  No  sea  que  yo  perezca  buscando  a  mi  divino  padre  o  que
               desaparezca algún objeto precioso de palacio».

                   Apenas  lo  hubo  oído  Menelao,  bueno  en  el  grito  de  guerra,  al  instante
               ordenó  a  su  esposa  y  a  las  sirvientas  que  prepararan  la  comida  con  las

               abundantes  provisiones  de  la  casa.  Se  presentó  ante  él  Eteoneo,  el  hijo  de
               Boetoo, que se levantaba de la cama, pues no habitaba lejos de allí. Le mandó
               encender el fuego Menelao, bueno para el grito de guerra, y que pusiera a asar
               las carnes. Y no le desobedeció él al oírlo. Descendió a la aromática despensa,
               y no iba solo; le acompañaban Helena y Megapentes. Así que, cuando llegaron
               a donde estaban los objetos preciosos, enseguida tomó el Atrida una copa de
               dos  asas  y  mandó  a  su  hijo  Megapentes  que  cogiera  una  crátera  de  plata.

               Helena se detuvo ante los arcones donde se guardaban los peplos multicolores
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