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Así habló y no tardó en llegar la Aurora de áureo trono. Junto a ellos
acudió Menelao, bueno en el grito de guerra, que se había levantado de su
lecho, de junto a Helena de luminosos cabellos. En cuanto lo avistó el querido
hijo de Odiseo a toda prisa se vistió sobre su cuerpo sus resplandecientes
vestidos y se echó sobre sus recios hombros su amplio manto, y se salió a la
puerta. Y, parándose ante él, le decía el héroe Telémaco, el querido hijo del
divino Odiseo:
«¡Menelao de estirpe divina, hijo de Atreo, señor de las tropas, ya es hora
de que me envíes a mi querida tierra patria! Porque ya anhela mi ánimo
regresar a mi casa».
Le respondió luego Menelao, bueno en el grito de guerra:
«Telémaco, de ningún modo voy a retenerte aquí largo tiempo si ansias el
regreso. Reprocharé, desde luego, a cualquiera que acoja a un huésped y que
por amistad lo retenga demasiado o lo despache con excesiva premura. Todo
lo equilibrado es mejor. Cierto que es malo por igual el que despide a un
huésped que no quiere marcharse y el que retiene a uno ansioso de partir. Hay
que acoger afectuosamente al viajero que llega y dejarlo partir cuando quiere.
No obstante, espera hasta que te traiga mis bellos regalos y los coloque en tu
carro, y los veas ante tus ojos, y yo ordene a las mujeres que preparen en el
salón una comida con los abundantes víveres de la casa. Honor, fiesta y buen
provecho a la par es viajar bien comido por la tierra sin fin. Y si quieres darte
un paseo por la Hélade y el centro de Argos yo unciré pronto mis caballos para
escoltarte, y te guiaré a las ciudades de su gente. Nadie nos dejará marchar sin
más, sino que todos van a darnos algo para llevarnos, algún trípode de buen
bronce, o un caldero, o dos mulas o una taza de oro».
Le contestaba, a su vez, el juicioso Telémaco:
«Atrida Menelao de estirpe divina, señor de las tropas, quiero volverme ya
a mi casa, porque, al marcharme, no designé ningún vigilante de mis
posesiones. No sea que yo perezca buscando a mi divino padre o que
desaparezca algún objeto precioso de palacio».
Apenas lo hubo oído Menelao, bueno en el grito de guerra, al instante
ordenó a su esposa y a las sirvientas que prepararan la comida con las
abundantes provisiones de la casa. Se presentó ante él Eteoneo, el hijo de
Boetoo, que se levantaba de la cama, pues no habitaba lejos de allí. Le mandó
encender el fuego Menelao, bueno para el grito de guerra, y que pusiera a asar
las carnes. Y no le desobedeció él al oírlo. Descendió a la aromática despensa,
y no iba solo; le acompañaban Helena y Megapentes. Así que, cuando llegaron
a donde estaban los objetos preciosos, enseguida tomó el Atrida una copa de
dos asas y mandó a su hijo Megapentes que cogiera una crátera de plata.
Helena se detuvo ante los arcones donde se guardaban los peplos multicolores