Page 143 - La Odisea alt.
P. 143

«¡Ninfas  Náyades,  hijas  de  Zeus,  no  pensaba  yo  volver  a  veros  jamás!
               Aceptad ahora mi salutación con palabras de gozo. Os daremos, por seguro,
               regalos  como  antes,  si,  benévola,  la  hija  de  Zeus,  protectora  del  botín,  me
               permite vivir aquí y ver crecer a mi querido hijo».

                   Le respondió de nuevo Atenea de ojos glaucos:

                   «Confía  y  que  estas  cosas  no  te  preocupen  más  en  tu  mente.  Ahora,

               enseguida, pongamos a salvo estas riquezas, en el fondo de la divina cueva,
               para que queden a buen recaudo para ti. Y meditemos nosotros cómo saldrá
               todo lo mejor posible».

                   Después de hablar así, adentróse la diosa en la sombría caverna, escrutando
               los rincones de la cueva. Odiseo, a su vez, iba transportando todo: el oro, el
               bronce inquebrantable y las bien tejidas ropas que le habían dado los feacios.
               Allí las colocó bien, y encajó luego una roca en la entrada Palas Atenea, la hija

               de Zeus portador de la égida.

                   Se sentaron ambos junto al tronco del sagrado olivo y se pusieron a planear
               la muerte de los soberbios pretendientes. Y tomó la palabra la diosa Atenea de
               glaucos ojos:

                   «Divino hijo de Laertes, muy mañoso Odiseo, piensa cómo vas a lanzar tus
               manos  sobre  los  soberbios  pretendientes,  que  ya  por  tercer  año  se  sienten
               dueños de tu hogar, cortejando a tu heroica mujer y ofreciéndole regalos de

               boda. Ella, suspirando de continuo en su corazón por tu regreso, les concede
               esperanzas a todos y hace promesas a unos y otros, enviándoles recados, pero
               su mente anhela algo muy distinto».

                   Respondiéndola contestó el muy astuto Odiseo:

                   «¡Ay, cuán cerca estuve de acabar sufriendo en mi casa el funesto final de
               Agamenón  Atrida,  si  tú  no  me  hubieras  advertido,  diosa,  de  todo  muy  a

               tiempo!  Pero,  ea,  trama  un  plan  de  acción,  para  que  yo  los  castigue,  y
               manténte  a  mi  lado  con  ánimo  brioso,  como  cuando  conquistamos  los
               espléndidos  recintos  de  Troya.  ¡Ojalá  que  me  asistieras  con  todo  ímpetu,
               ojigarza, y yo batallaría contra trescientos adversarios con tu ayuda, venerable
               diosa, siempre que me auxiliaras benévola!».

                   Le respondió luego la diosa de ojos glaucos Atenea:

                   «Desde  luego  yo  voy  a  permanecer  a  tu  lado,  y  no  te  perderé  de  vista
               mientras nos esforcemos en esta tarea. Pienso, en efecto, que más de uno de

               los pretendientes que devoran tu hacienda va a salpicar con su sangre y sus
               sesos el amplio pavimento. Así que, sea, te haré irreconocible para todos los
               mortales. Arrugaré tu hermosa piel en tus flexibles miembros y quitaré de tu
               cabeza los rubios cabellos, y te vestiré de harapos, con un aspecto que resulte
   138   139   140   141   142   143   144   145   146   147   148