Page 140 - La Odisea alt.
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Se alzó en pie dando un brinco y observó su tierra patria. A continuación
               dio un gemido y se golpeó los muslos con las palmas de las manos, y entre
               sollozos decía estas palabras:

                   «¡Ay de mí! ¿En tierra de qué hombres me encuentro ahora? ¿Serán éstos
               violentos, salvajes y desconocedores de la justicia, o bien hospitalarios y con
               una  mente  piadosa?  ¿Adónde  llevo  todos  estos  objetos?  ¿Por  dónde  voy  a
               andar  errante?  ¡Ojalá  me  hubiera  quedado  allá  entre  los  feacios!  Podría  yo

               haber acudido a otro de los reyes poderosos que me hubiera apreciado y dado
               escolta  para  regresar.  Ahora  no  sé  dónde  depositar  estas  cosas,  y  no  voy  a
               dejarlas aquí para que sean botín para otros. ¡Ay, ay! ¡No eran, por lo visto, del
               todo sabios ni justos los caudillos y consejeros de los feacios! Ellos me han
               traído a una tierra extraña. Bien que podrían haberme llevado a la clara Ítaca,

               pero no lo hicieron. ¡Que Zeus protector de los suplicantes los castigue, él que
               vigila a todos los humanos y castiga al que yerra! Mas, vamos, voy a contar
               mis riquezas y veré si no se fueron llevándose alguna en su cóncava nave».

                   Diciendo esto, se puso a contar los hermosos trípodes y calderos, el oro y
               todas las bellas telas bordadas. Ninguna cosa echaba a faltar. Mas suspiraba
               por su tierra patria arrastrando los pies por la orilla del mar resonante, dando
               muchos  gemidos.  A  su  lado  se  presentó  Atenea,  tomando  en  su  aspecto  la

               apariencia de un muchacho, un pastor de rebaños, muy esbelto, como suelen
               ser los hijos de los reyes, que llevaba sobre sus hombros una capa doble bien
               tejida.  En  sus  ligeros  pies  portaba  sandalias  y  en  las  manos  una  jabalina.
               Regocijóse Odiseo al verlo y fue a su encuentro, y dirigiéndole palabras aladas
               le dijo:

                   «Eh, amigo, ya que eres el primero que encuentro en esta tierra, bienvenido

               seas. Ojalá que no vengas con ánimo hostil, pon a buen resguardo estas cosas
               y sálvame a mí. A ti te ruego como a un dios, y me abrazo a tus rodillas. Dime
               esto de modo veraz, para que yo me entere: ¿qué tierra es ésta? ¿Qué pueblo,
               qué gentes aquí viven? ¿Es acaso una isla diáfana, o acaso una ribera, en la
               costa marina, del continente de fértiles campos?».

                   Le contestó entonces Atenea de ojos glaucos:

                   «Eres necio, extranjero, o has venido de lejos, si preguntas por esta tierra.
               En  absoluto  carece  de  nombre  sin  más.  Muy  muchos  saben  de  ella,  bien

               cuantos habitan hacia la aurora y el sol, bien cuantos están hacia atrás, hacia el
               crepúsculo sombrío. Ciertamente es escarpada e inadecuada para los caballos;
               tampoco  es  demasiado  pobre  ni  muy  extensa.  Pues  produce  trigo  en
               abundancia y da vino también. De continuo recibe lluvia y un copioso rocío.
               Tiene buenos pastos para cabras y vacas. Hay en ella un bosque de variada

               arboleda y manantiales perennes. Por eso, extranjero, el nombre de Ítaca ha
               llegado hasta Troya, que está, según dicen, bien lejos de la tierra aquea».
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