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miserable para cualquiera, y dejaré legañosos tus ojos que antes fueron muy
               bellos, de modo que parezcas muy feo a todos los pretendientes, y a tu mujer y
               a tu hijo, a los que dejaste en tu palacio. Pero tú has de presentarte, antes de
               todo, a tu porquerizo, el que es guardián de tus cerdos y que, sin embargo,
               conserva hacia ti un hondo cariño, y siente afecto hacia tu hijo y la prudente
               Penélope. Lo encontrarás cuidando a los cerdos. Éstos pacen junto a la Roca

               del  Cuervo  y  cerca  de  la  fuente  Aretusa,  zampando  sabrosas  bellotas  y
               bebiendo agua barrosa, que acrecienta la lozana grasa de los puercos. Quédate
               allí y junto a él infórmate de todo.

                   »Entre tanto yo iré a Esparta de bellas mujeres a fin de llamar a Telémaco,
               tu  querido  hijo,  Odiseo,  que  se  marchó  hacia  la  extensa  Lacedemonia,  a  la
               corte  de  Menelao,  para  buscar  noticias  sobre  su  padre  y  saber  si  aún  estás

               vivo».
                   Respondiéndola dijo el muy astuto Odiseo:


                   «¿Por qué, pues, no se lo dijiste tú, que todo lo sabes en tu mente? ¿Acaso
               para que también él, errabundo, sufra dolores en el alta mar estéril, mientras
               otros devoran sus bienes?».

                   Le contestó luego la diosa de glaucos ojos, Atenea:

                   «No estés en exceso preocupado por él. Yo en persona le acompañé, a fin
               de que adquiriera noble fama en su viaje. Por ahora no tiene fatiga alguna, sino

               que, tranquilo, está albergado en el palacio del Atrida, con magníficos regalos.
               Es cierto que le acechan unos jóvenes en un negro navío, dispuestos a matarlo
               en una emboscada, pero no creo que eso ocurra. Antes incluso va a cubrir la
               tierra a alguno de esos pretendientes que devoran su hacienda».

                   Al  tiempo  que  hablaba  así,  Atenea  lo  tocó  con  su  varita.  Le  arrugó  la
               hermosa piel sobre sus flexibles miembros, y eliminó de su cabeza los rubios
               cabellos, y extendió por todo su cuerpo la piel de un vetusto anciano, y dejó

               legañosos sus ojos que antes fueron muy bellos. Y le colocó encima una túnica
               y  un  manto  andrajoso,  unos  harapos  míseros  y  sucios,  tiznados  del  humo
               negruzco,  y  lo  cubrió  con  la  extensa  pelleja  de  un  rápido  ciervo  bien
               despeluchada. Le dio un bastón y una tosca alforja toda con agujeros y con
               cuerda retorcida.

                   Y así, después de haber tramado el plan, se separaron los dos. La diosa al

               instante se marchó hacia la divina Lacedemonia en busca del hijo de Odiseo.




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