Page 142 - La Odisea alt.
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»Ahora de nuevo he acudido acá para tramar contigo un plan y esconder
               las riquezas que los magníficos feacios te dieron al regresar a tu patria, por
               decisión y voluntad mía, y para decirte cuántas penas te obligará a sufrir el
               destino en tu sólida morada. Tú sopórtalas, por tu necesidad, y no reveles a
               ninguno, ni a hombres ni a mujeres, a nadie, cómo llegaste errando, sino que
               en silencio aguanta los muchos dolores, soportando los ultrajes de los otros».

                   Respondiéndola contestó el muy astuto Odiseo:


                   «Difícil es reconocerte, diosa, para un mortal, el que te encuentre, aun si es
               sabio. Porque te haces semejante a cualquiera. Pero bien reconozco lo de que
               antes  fuiste  mi  protectora,  mientras  combatimos  en  Troya  los  hijos  de  los
               aqueos. Luego, cuando arrasamos la escarpada ciudadela de Príamo, partimos
               en los barcos y un dios dispersó a los aqueos, dejé de verte, hija de Zeus, y no
               advertí  que  vinieras  a  mi  nave  a  resguardarme  de  algún  dolor,  sino  que,
               siempre con el corazón desgarrado en el pecho, vagué errante hasta que los

               dioses me libraron de tal desgracia, hasta que en el próspero país de los feacios
               tú en persona me reconfortaste con tus palabras y me condujiste a su ciudad.
               Ahora te imploro, por tu padre. Pues creo que no he llegado a la clara Ítaca,
               sino  que  ando  dando  vueltas  por  alguna  otra  tierra.  Pienso  que  tú,  jugando
               conmigo,  me  lo  has  dicho  para  engatusar  mi  entendimiento.  ¡Dime  si  de

               verdad he llegado a mi tierra patria!».

                   Le respondió luego la diosa Atenea de ojos glaucos:

                   «Siempre  albergas  en  tu  pecho  esa  forma  de  pensar.  Por  eso  no  puedo
               abandonarte,  por  desventurado  que  seas,  porque  eres  persuasivo,  agudo  y
               prudente.  Cualquier  otro  hombre,  al  regresar  de  su  larga  erranza,  se  habría
               precipitado ansioso a ver a sus hijos y su mujer. Pero a ti te gusta enterarte
               antes e informarte, e incluso poner a prueba a tu esposa, que, sin embargo, te

               aguarda en palacio y se consume de continuo derramando lágrimas en noches
               y días tristes. Yo, por mi parte, nunca desconfié y en mi ánimo bien sabía que
               regresarías después de perder a todos tus compañeros. Pero, desde luego, no
               quise pelear con Poseidón, hermano de mi padre, que te guardó rencor en su
               ánimo, furioso porque dejaras ciego a su querido hijo.

                   »Venga, te mostraré el territorio de Ítaca, para que te convenzas. Éste es el
               puerto de Forcis, el anciano del mar, y éste el olivo de amplio follaje, en la

               cabecera del puerto. Cerca de él está la cueva graciosa y neblinosa consagrada
               a las Ninfas, las que llaman Náyades. Ésa es la cueva, en efecto, espaciosa y
               bien techada, donde tú ofrecías a menudo perfectas hecatombes a las Ninfas. Y
               ese de ahí es el monte Nérito recubierto de bosques».

                   Al tiempo que así hablaba, la diosa disipó la niebla y quedó a la vista la
               región.  Se  alegró  al  instante  el  sufrido  divino  Odiseo,  regocijándose  de  su

               tierra y besó el fértil suelo. Luego alzó sus manos y rezó a las Ninfas:
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