Page 145 - La Odisea alt.
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Éste, por su parte, echó a andar desde el puerto por un empinado sendero a
               lo largo de un paraje boscoso entre cerros, por donde Atenea le había indicado
               que vivía el divino porquerizo, que velaba por sus bienes más que ningún otro
               de los siervos que había adquirido el divino Odiseo. Encontróselo sentado a la
               entrada de un recinto de altos muros que había construido para establo, en un
               lugar resguardado, hermoso y grande, de forma redonda. Lo había construido

               el  porquerizo  mismo  para  los  cerdos  de  su  amo  ausente,  sin  recurrir  a  su
               señora ni al viejo Laertes, con rocas traídas en acarreo, y lo había vallado con
               un seto espinoso. Por fuera colocó palos cruzados por aquí y por allí, densos y
               entrelazados, que había cortado del negro tronco de unas encinas. Dentro del
               recinto había hecho doce cochiqueras pegadas unas a otras, dormitorios para
               cerdos. En cada una estaban encerradas cincuenta cerdas de dormir rastrero,
               fecundas  y  paridas.  Los  machos  dormían  fuera,  mucho  menos  numerosos.

               Porque los menguaban las comilonas de los ilustres pretendientes, ya que el
               porquerizo  una  y  otra  vez  les  enviaba  el  mejor  de  todos  los  puercos  más
               gordos. Los machos venían a ser unos trescientos cincuenta.

                   Al lado pernoctaban los cuatro perros, con aspecto de fieras salvajes, que
               criaba  el  porquero,  capataz  de  sirvientes.  Éste  se  estaba  fabricando  unas
               sandalias para sus pies, cortando una piel bovina de buen color. Los otros tres

               porquerizos habían salido, cada uno por su lado, con su piara de cerdos, y a un
               cuarto  lo  había  enviado  a  la  villa,  a  su  pesar,  a  llevar  a  los  soberbios
               pretendientes un cerdo, para que lo sacrificaran y saciaran su apetito de carne.

                   Apenas vieron a Odiseo los perros de furioso ladrar corrieron hacia él con
               sonoros gruñidos. Entonces Odiseo se sentó cautelosamente y dejó caer de su
               mano el bastón. Allí pudo haber sufrido un feroz asalto, delante del establo, a
               no ser porque el porquerizo acudió pronto y corrió desde la entrada con pies

               veloces,  soltando  el  cuero  de  su  mano.  Dándoles  gritos  y  con  repetidas
               pedradas a uno y a otro lado, ahuyentó a los perros y luego dijo estas palabras
               a su señor:

                   «¡Ah, anciano, por poco no te han despedazado los perros en un momento,
               y entonces me habrías dejado cubierto de infamia! ¡Bastantes dolores más y
               lamentos me han dado los dioses! Yazgo lamentándome y apenándome por mi

               heroico dueño, y me fatigo cebando cerdos grasientos para que otros se los
               coman. Mientras tanto aquél, tal vez necesitado de alimento, vaga errante por
               un país y un pueblo de habla extraña, si es que todavía vive y ve la luz del sol.
               Pero sígueme, entremos en la cabaña, para que tú también, viejo, te sacies a
               gusto de comida y bebida, y luego me cuentes de dónde eres y cuántos pesares
               has sufrido».

                   Después de hablar así, lo condujo a su cabaña el divino porquerizo y le

               hizo entrar y sentarse; esparció unas ramas frondosas y extendió sobre ellas el
               pellejo velludo de una cabra montés, su propia yacija, amplia y mullida.
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