Page 137 - La Odisea alt.
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estas palabras aladas:

                   «Sé feliz, reina, para siempre, hasta que la vejez y la muerte te lleguen, las
               que acechan a todos los humanos. Yo, por mi parte, me voy. Pero tú goza tus
               alegrías en esta casa con tus hijos, tu pueblo y el rey Alcínoo».

                   Después de haber hablado así, traspuso el umbral el divino Odiseo. Con él
               enviaba de escolta un heraldo el poderoso Alcínoo a fin de que le guiara hasta

               la nave rápida y la orilla marina. Y Arete mandaba con él unas esclavas suyas,
               una  que  llevaba  un  manto  recién  lavado  y  una  túnica,  y  otra  que  la
               acompañaba transportando un sólido arcón, y una tercera cargada con pan y
               rojo vino.

                   De  modo  que,  en  cuanto  llegaron  a  la  nave  y  al  mar,  sus  nobles  guías
               entregaron estos regalos y colocaron dentro de la cóncava nave toda la comida
               y la bebida. Luego extendieron para Odiseo una colcha y una tela de lino sobre

               el  puente  de  la  cóncava  nave,  en  la  popa,  para  que  allí  durmiera  tranquilo.
               Entonces  él  subió  a  bordo  y  se  echó  a  descansar  en  silencio.  Los  otros  se
               sentaron en los bancos de remeros, uno tras otro, en buen orden, y desligaron
               la cuerda que la amarraba a una roca perforada. Después se encorvaron sobre
               los remos y se pusieron a batir el mar con sus palas.

                   Y a él sobre los párpados le iba cayendo un sueño placentero, profundo,

               suavísimo, muy parecido a la muerte. Gomo por la llanura los cuatro corceles
               de  una  cuadriga,  azuzados  a  la  par  por  el  restallar  del  látigo,  se  abalanzan
               ansiosos  y  recorren  veloces  la  senda,  así  entonces  se  deslizaba  la  popa  del
               navío, y por detrás se alzaba con furia una gran ola encrespada del resonante
               mar.

                   Corría la nave muy segura y decidida. Ni siquiera un halcón, la más veloz
               de las aves, la habría igualado. Tan raudamente avanzaba cortando las olas del

               mar, llevando en ella a un hombre que en sus pensamientos se asemejaba a los
               dioses,  el  que  antaño  muchísimos  dolores  soportó  en  su  corazón  mientras
               atravesaba las guerras de los hombres y los fieros embates marinos. Entonces,
               por fin, dormía tranquilo, olvidado de todos sus pesares.

                   Apenas se había alzado la estrella que más brilla, la que viene anunciando
               por encima de las otras la luz de la matutina aurora, en ese momento recalaba

               en la isla la nave marinera.

                   Hay allí un puerto de Forcis, el viejo del mar, en el país de Ítaca. En la
               costa  dos  salientes  montañosos,  que  forman  como  las  alas  del  puerto,  lo
               resguardan del gran oleaje de vientos hostiles que viene de fuera. Dentro de él
               sin amarras quedan a salvo las naves de buenos maderos, una vez que alcanzan
               la meta del fondeadero. Hay allí, en un extremo del puerto, un olivo de amplio
               follaje, y a su vera una cueva agradable y muy espaciosa, consagrada a las
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